Gracias a mi dominio del francés –y a los contactos de mi novia– nada más terminar la carrera conseguí mi primer encargo: una prospección de tierras en Lille. Con el entusiasmo propio de un novato dejé mi cuenta bancaria asolada con la esperanza –absurda; ahora lo sé– de aparentar solvencia y facilitar mi ascenso al cuadro de honor de la moderna geología. Para eso contraté a tres auxiliares de proyecto (que sólo eran tres estudiantes) a un precio que aún me duele recordar con el fin de deslumbrar a mis clientes; unos promotores inmobiliarios preocupados por los efectos subterráneos del río Lys en la zona donde tenían intención de construir un complejo industrial.
Dispuesto a desvelar las características del suelo, el subsuelo y los mismos abismos del infierno llegué a aquel lugar: una hermosa campiña cubierta de hierba y flores silvestres diminutas. Eran las cuatro o las cinco de la tarde; la luz comenzaba a declinar y el cielo del invierno moribundo se arrebolaba sobre nosotros con jirones de nubes que el ocaso teñía de fuego.
Dejamos el coche abierto en medio de aquellos prados ondulados sin temor a un robo en aquella llanura deshabitada. Levantamos las tiendas de campaña y desplegamos todo el instrumental necesario para el estudio. Antes de hacer las primeras perforaciones dimos un paseo observando la zona y nos acercamos al río. En esa zona el Lys es mas bien un arroyo de aguas turbias y mansas, cauce estrecho y –aparentemente– de poca profundidad. Íbamos comentando el aspecto de la zona mientras caminábamos cuando Félix (así se llamaba uno de ellos) señaló una zona cercana justo delante de nosotros.
–Mirad, mirad –dijo– ¿Que habrá pasado ahí?
En la ribera, a un lado y otro del río, destacaba un área que formaba un círculo perfecto de tierra marrón, sin hierba, ni flores; sólo un árbol muerto se alzaba, tétrico, con sus ramas rígidas y desnudas inclinadas en dirección opuesta al río, como queriendo alejarse de las aguas del Lys. Nos acercamos a observar. No encontramos las causas de aquella aridez. Aquel claro estéril era una nota discordante en la campiña. No había huellas humanas, animales o mecánicas. Nuestra perplejidad creció segundo a segundo. Parecía que en aquel pequeño círculo, cuyo centro se hallaba en medio del río, nunca habían crecido plantas de ninguna clase…o quizá las hubo y, como las ramas secas del árbol, habían huido de aquel lugar.
–¿A qué piensa que puede deberse una alteración así? –preguntó Javier, otro de mis auxiliares, para hacerme la rosca.
–Probablemente –dije sin tener ni idea de la respuesta– alguien hizo aquí algún vertido de líquidos corrosivos…
–¡Pero el área seca es perfectamente circular!–dijo Félix.–Es como si la hierba tuviera miedo de acercarse a ese lugar del río…
Hubo un largo silencio. Verdaderamente era muy extraño. Noté cierta inquietud en mis ayudantes; la luz iba languideciendo y aquel lugar tenía algo sórdido. Sin embargo, después de pensarlo un poco saqué una conclusión práctica:
–Vamos a hacer aquí las primeras recogidas para los análisis –dije– Como no hay raíces, podremos conseguir más profundidad rápidamente.
A Javier y a Ernesto le gustó la idea, a Félix no.
–Las primeras diez muestras las sacaremos en los extremos del círculo, con una profundidad de veinte metros. Luego sacaremos otras diez junto a la orilla…y la última tendremos que sacarla del fondo del río; ahí bastará con dos metros.
–Para empezar está bien– comentó Ernesto.
–Yo no me meto en ese río– musitó Félix cabizbajo.
Contrariado fui a replicar que tendría que meterse donde yo dijera, que para eso le pagaba, pero Javier, el pelota, se adelantó con rapidez:
–Lo haré yo. Suelo bucear entre las rocas de la costa con mar gruesa…este arroyo es un juego de niños.
Pusimos manos a la obra. Durante el resto de la tarde barrenamos y perforamos en la orilla. Analizamos la composición del subsuelo y llenamos los libros de anotaciones. Fuimos muy rápidos y al llegar la noche cerrada sólo restaba hacer la extracción del lecho del río. El cielo se había cubierto de nubes y un viento ligero y sibilante barría la llanura. Se hizo inevitable pernoctar en aquel descampado. Decidí dejar la última extracción para el amanecer y tras recoger los utensilios y almacenar las muestras, nos fuimos a las tienda a cenar y a dormir. Poco después de apagar las linternas, la lluvia comenzó a repicar en las lonas.
Cerca de las dos me desperté sobresaltado: había oído una voz aguda, gritando de forma atroz en la llanura. Me asusté al principio, pero me convencí de que había sido cuestión de mi fantasía…del viento…de la lluvia…conseguí dormir de nuevo. Las pesadillas me asaltaron sin cesar hasta el amanecer.
Los cuatro tuvimos pesadillas espeluznantes aquella noche.
Al despertar Javier, Ernesto y yo comentamos la coincidencia mientras desayunábamos. No así Félix, que permanecía taciturno. Solo tras preguntarle nos contó que, en su pesadilla Javier se zambullía en el río y al perforar el fondo, comenzaba a salir sangre de la tierra, de forma que acababa ahogado en aquella marea roja y espesa. Los cuatro –Javier especialmente– nos miramos inquietos.
–Bueno: tenemos que montar otra vez los equipos –dije intentando cambiar el rumbo de la conversación– para poder hacer la última extracción.
Nos dirigimos al río. En la orilla Javier se puso el equipo de inmersión ante la mirada angustiada de Félix.
–El agua es muy turbia y puede que tarde un rato en encontrar un punto idóneo para perforar con la sonda…–Le animamos, pues la mañana era especialmente fría. Javier caminó río adentro y desapareció con rapidez, dejando en la superficie un cúmulo de espuma que se llevó la corriente. Desde la orilla, en silencio, vimos emerger algunas burbujas. De pronto la superficie del agua se agitó y Félix emergió violentamente y lanzó un grito aterrador que se propagó por la campiña. En la orilla todos saltamos hacia atrás.
–¡Sangre!¡Sangre!–gritó Javier. Félix gritó espantado y quiso correr, pero resbaló y cayó al suelo de bruces. Javier soltó una gran carcajada.
–Es broma– dijo. Se volvió a poner el tubo en la boca y se sumergió de nuevo. Ernesto y yo reímos forzadamente. Félix se retorció las manos, temblando de miedo.
A los pocos segundos volvió a emerger Javier. Esta vez estaba pálido.
–¿Y ahora qué?–preguntó Ernesto desdeñoso–¿Un fantasma?
–No –jadeó– pero casi: ahí abajo hay un esqueleto, en una cuenca de piedra, medio hundido en fango…
–Déjate de tonterías–dije con sarcasmo– tenemos poco tiempo…
–Lo digo en serio: hay un esqueleto con los huesos limpios…debe llevar mucho tiempo ahí. ¿Qué hacemos?
–Esto no me gusta nada– murmuró Félix.
Hubo silencio unos momentos. La palidez de Javier nos convenció enseguida.
–Habría que sacarlo –dijo Ernesto– un río no es una tumba para nadie. Y después habría que llamar a la policía…
–Bueno –apunté incómodo– sácalo y decidimos qué hacer…
Javier comenzó a sacar huesos a la orilla. Primero sacó la caja torácica, la cadera y las dos piernas, pero sin brazos y sin cabeza. Luego sacó los brazos unidos por las muñecas con una cuerda podrida que se rompió enseguida. Al final, sacó la calavera. No había rastro de carne, eran huesos pulidos largo tiempo bajo el agua. Reconstruimos el cuerpo con rapidez; sólo la cabeza y los brazos estaban separados del resto. Luego permanecimos un rato en silencio, mirando aquel siniestro esqueleto con los brazos cruzados por delante y las cuencas de los ojos apuntando al cielo. Concluimos ingenuamente que podía tratarse de algún rey godo o algo por el estilo y yo comencé a ilusionarme con un posible descubrimiento arqueológico, pero en ese momento, Félix se empezó a sentir muy mal y se mareó visiblemente. No supo explicarnos qué le pasaba y el riesgo de una demanda de responsabilidad civil me devolvió a la realidad, así que pedí a Javier y a Ernesto que lo llevaran al hospital más cercano, en Armentières, y que allí avisaran a la policía del hallazgo del esqueleto. Se fueron los tres en el coche y yo me quedé solo junto a los huesos. Llevado por la curiosidad, me puse el equipo de buceo y me zambullí en el río, dispuesto a encontrar restos arqueológicos. En la primera media hora hallé un fragmento de cerámica y seis piezas de metal herrumbroso, con aspecto evidente de antiquísimas monedas. Me sumergí de nuevo y estuve buscando por el fondo cenagoso durante una hora más. No encontré nada.
Subí a la superficie y cuando saqué la cabeza del agua miré a la orilla: me percaté que la calavera ya no estaba hacia arriba: se había girado y parecía mirarme de forma horrible.
El cielo se encapotó y grandes nubarrones grises se agitaron sobre las praderas. Salí del río y me vestí rápidamente. Entonces llegó Ernesto en el coche seguido de otro automóvil: era la policía. Javier se había quedado en el hospital acompañando Félix.
Del coche de policía bajó un anciano sin uniforme, me saludó y me explicó que era del equipo forense de la policía local. Le llevé hasta los huesos. Me fijé en la calavera: ahora miraba hacia nosotros.
Comenzó a tronar.
Durante el examen de los huesos el anciano pareció mostrar un interés creciente.
–No habrá problemas –dijo al fin– son restos muy antiguos…quizá de cientos de años, pero a ojo no sabría decirlo exactamente. Por la cadera, casi seguro que se trataba de una mujer. Los brazos se desprendieron al pudrirse la carne; quizá arrastrados por la corriente. La cabeza es otra historia: una de las vértebras del cuello está partida por la mitad.
–¿Insinúa que a esta mujer le cortaron la cabeza?
–Insinúo que es muy probable que fuera una mujer y que es muy probable que le cortaran la cabeza– contestó el viejo. Un trueno retumbó en la campiña.
–He estado investigando el fondo del río y he encontrado esto –dije entregándole las seis piezas de metal y la de cerámica.
El viejo me devolvió el trozo de cerámica rápidamente, con desprecio.
–Es sólo un cacho de plato–dijo. Las monedas las examinó con más detenimiento. Limpió una mientras murmuraba algo ininteligible. Luego miró al río y, susurrando, dijo para sí:
–No puede ser… No.–Luego me miró a mí, meneando la cabeza.
–En comisaría –dijo– tengo el material necesario para estudiar el esqueleto y las piezas de metal. Aquí no le puedo decir más. La verdad es que este hallazgo me interesa y quiero proponerle un trato…
–Le escucho.
–A cambio de esas monedas yo hago un análisis completo de los restos y le doy los resultados. Los huesos y todo lo que encuentre a raíz de los análisis, es para usted. Las monedas me las quedo yo.
Dudé unos momentos, pues no sabía si el viejo saldría ganando con el trato. Al fin acepté. Intercambiamos nuestras direcciones y tras acomodar cuidadosamente el esqueleto en su automóvil, el forense se marchó.
Al día siguiente Félix salió del hospital. No supieron decirle que tenía, aunque seguía destemplado. Terminamos los trabajos dos días después, al cabo de los cuales entregué los informes a los promotores y volvimos a España. El proyecto terminó ahí. Mis clientes jamás me pagaron y yo quedé arruinado.
* * *
Al cabo de dos semanas recibí en mi domicilio una caja enorme. Dentro estaban los huesos ordenados en grupos –brazos, piernas, caderas,…– y la calavera encima. A los pies del esqueleto había unos papeles y un paquete marrón atado con cuerdas. Por el tacto intuí que envolvía un marco y algunas piezas sueltas. Los papeles eran el informe que el forense me había prometido a cambio de las monedas. Comencé a leer:
“Los huesos son de una mujer de unos treinta años de edad. Su estatura rondaba 1,68 metros antes de morir. El nivel de calcio en los huesos revela que tuvo algún hijo, aunque esto debe ponderarse con prudencia dado el tiempo que han estado bajo el agua. Por los escasos restos de tejido que quedan en las articulaciones se podría deducir que no medió mucho tiempo entre la muerte y la inmersión del cuerpo en el río, pero este dato es incierto, pues las muestras de tipo muscular son insignificantes y casi inexistentes en el cadáver. Las pruebas de laboratorio indican que el fallecimiento de esta mujer ocurrió a mediados del siglo XVIII, entre 1740 y 1760. Sin embargo, la estancia del cadáver bajo el agua, a bajas temperaturas constantes, eleva el grado de conservación del material óseo que, humidificado de forma ininterrumpida, emite datos erróneos. Aplicando el factor de corrección para interpretar una desecación gradual, obtenemos –con una seguridad casi absoluta– la fecha de la muerte; no a mediados del siglo XVIII, sino más de un siglo antes. Concretamente, entre 1625 y 1630.”
Interrumpí la lectura y miré los huesos. Aquel informe les daba trescientos cincuenta años de edad. Eso equivalía a decir que no tenían ningún valor especial. Claramente, el viejo había salido ganando con las monedas. Seguí leyendo:
“HIPÓTESIS DEL FALLECIMIENTO: Esta mujer murió por decapitación, con los brazos tras su espalda, atados por las muñecas. La tercera vértebra cervical está cortada por la mitad, lo que revela necesariamente el uso de una herramienta muy pesada y afilada, aplicada a gran velocidad en el cuello de la víctima. La hipótesis de los brazos a la espalda es casi segura gracias a la disposición de los cúmulos cartilaginosos de las clavículas, el omóplato y las bases de las costillas en el esternón.”
Aquella descripción me empezó a agitar el estómago. En mi alma sentí un atisbo de horror por aquella mujer. Respiré hondo y seguí leyendo:
“La deformación y la anormal disposición de los huesos de las muñecas revelan que los brazos se hallaban atados con extraordinaria dureza por una cuerda que ligaba e inmovilizaba las manos de la mujer. La calavera presenta los mismos restos de tejido extraño que los demás huesos, por lo que debieron arrojarse al río envueltas en el mismo saco o manto...”
El informe continuaba, pero pensé que con aquello ya estaba dicho lo más importante: yo era el dueño de unos huesos de casi cuatrocientos años de antigüedad y no de un rey godo o algo de importancia semejante. Completamente descorazonado, seguí leyendo. El siguiente apartado del informe se titulaba “LO QUE OCURRIÓ REALMENTE”. No pude reprimir una sonrisa pensando que el viejo se había permitido conjeturar sobre la historia de aquellos huesos.
“Esta mujer no llegaba a los treinta años. Sus cabellos eran rubios. Sus ojos, azules. Fue prendida en las cercanías de Armentières una noche de 1628 por diez hombres. Fue juzgada allí mismo y condenada a morir.”
–No –pensé– si además de forense, el viejo va a ser adivino.
“La mujer fue atada de pies y manos y llevada a las orillas del Lys. De los diez hombres, sólo uno cruzó el río en una balsa junto a ella. Las monedas del precio de la ejecución fueron metidas en una bolsa de cuero que arrojaron al río. Mientras los demás observaban, el verdugo llevó a la víctima hasta un pequeño promontorio que había en la orilla opuesta. Allí, la mujer consiguió desatar sus pies e intentó huir, pero el suelo estaba húmedo y resbaló, cayendo de rodillas a pocos metros. Permaneció en esa postura, de rodillas, con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante y las manos atadas a su espalda. Inmediatamente, el verdugo le cortó el cuello. Luego envolvió el cuerpo y la cabeza en una manta y lo arrojó al río.”
Poco a poco mi diversión se fue convirtiendo en indignación. Todo aquello era mucho imaginar; imposible de saber a la vista de unos simples huesos. El informe no acababa ahí: incluía una lista con los nombres de los diez hombres y el de la mujer. No me molesté en leerlos. Pensé que el forense era un tarado, o me tomaba el pelo. Lo último que había en el informe era una fugaz referencia al paquete marrón: “Dentro del paquete encontrará las monedas que me dio. Se las devuelvo: están malditas y son precio de sangre asesina. Además, el más pequeño fragmento de esos huesos puede hacerle inmensamente rico (y matarle). Contiene también algo que despejará sus dudas mejor que ningún informe."
Miré el esqueleto. La calavera se había girado y miraba hacia mí. Un escalofrío me sacudió el cuerpo.
Abrí el paquete: Era un pequeño grabado enmarcado. Sobre el cristal, sueltas, resbalaban las seis monedas. Dejé las monedas en la mesa y contemplé el pequeño cuadro. Era un grabado en blanco y negro en el que aparecía el río Lys. En primer plano se veía a cinco hombres de espaldas, arrodillados, contemplando la orilla opuesta, donde un hombre levantaba una gran espada a punto de abatirla sobre el delgado cuello de una mujer que permanecía frágil, de rodillas y maniatada, a sus pies. En la imagen sólo aparecían seis hombres: el verdugo, en la otra orilla con la mujer, y cinco en la parte más próxima. Uno de ellos se tapaba los oídos y miraba al suelo con horror. Parecían, a juzgar por sus casacas, antiguos soldados. Al pie de la imagen había una frase escrita:
«–I am lost! –murmuró Milady en inglés–. I must die.»