Decía Oliver Wendell Holmes que es jurídicamente comprensible que un país -legitimado parta pedir a sus hombres que dejen sus vidas en el campo de batalla en pos de su libertad y de la de los suyos- pueda también pedir a esos hombres sacrificios menores que el de entregar su vida. Al margen de los muchos matices y objeciones que pueden hacerse a esa afirmación, me gustaría utilizarla para trasladarla al reino animal, concretamente a los toros: si podemos entender legítimo criar y matar vacas para alimentar el cuerpo de los hombres ¿acaso no vamos a ver legítimo criar y matar toros bravos para una causa mayor (en este caso alimentar el espíritu de los hombres y la identidad de una nación)?
La Ignorancia y la Pobreza espiritual a veces se juntan y copulan como animalitos irracionales que son, para después dejar sus repugnantes larvas en los sitios más insospechados. Y una de esas larvas, de las más repulsivas e incomprensibles, es la llamada "ola antitaurina", que es tan ridícula, tan obtusa, que hasta el nombre se lo ha puesto al revés. Y sin embargo, a pesar de estar al revés, es exacto, porque no hay peor enemigo de los toros que los "antitaurinos", como veremos. No me refiero a quienes, en lícito uso de su libertad, proclaman su disgusto por los toros: cada uno es libre de sentir afinidad con lo que quiera y sólo faltaría que los toros (o lo que sea) deba ser plato de buen gusto para el mundo entero, por obligación. No: con "antitaurinos" me refiero a ese grupúsculo que, hostil a la tauromaquia, exige su supresión.
Tener que rebatir argumentos "antitaurinos" se me antoja una coñita de mal gusto; es como atender a un individuo que pidiera la prohibición de los libros argumentando que hay que salvar los árboles. O, con otro símil más apropiado: como si el que pidiese ese dislate fuera un analfabeto que, por no saber leer -y reconcomido por que otros sí sepan, mientras los ve gozar con ese privilegio-, quiere cargarse los libros y así dejar a todos jodidos por el mismo rasero.
Se puede decir tanto a favor de las corridas de toros que daría para una de las cientos de enciclopedias de tauromaquia que hay en este país: desde "El Cossío" con sus doce tomos, hasta la "Historia del Toreo" de Gómez de Bedoya. Sin embargo no vengo a compendiar ideas para rebatir a los "antitaurinos": no siento nada -ni siquiera lástima- por su argumentario y por eso probablemente no me sale de los huevos dedicar ni un ápice de mi esfuerzo a sacar de su error a los que aceptan sus enunciados: por mí, que se queden en ese pozo oscuro de lo "antitaurino" repitiendo hasta la náusea su cháchara torpe y monótona.
Pero sí quiero lanzar un guiño a todos los que nos apasiona la lidia y notamos que el alma se nos ensancha cuando se despliega ante nuestros ojos privilegiados esa "lucha a muerte, de poder a poder" que sólo un toro bravo y un torero pueden protagonizar en este mundo.
Concretamente, quiero referirme a la idea de Foxá, que tan oportunamente citaba De Prada el otro día en un periódico nacional y que copio aquí: "Los toros sólo son comprensibles desde el genio católico, que es el único capaz de concebir una religión donde cuerpo y alma vayan juntos de la mano, paseándose con toda naturalidad entre el más acá y el Más Allá. Las religiones paganas (religiones con cuerpo, pero sin alma) crean el deporte; las religiones espiritualistas (religiones con alma, pero sin cuerpo) crean el yoga: unas y otras huyen de la muerte como de un nublado".
Por eso el traje de luces marca bien marcado lo que hace falta para salir a una plaza a lidiar uno de esos bichos. Y por eso, las corridas de toros sólo han prosperado en España, mientras otras naciones -de costumbres miedicas, aguadas, menudas y aburridísimas- miraban horrorizadas como toros y toreros salían muertos de las plazas españolas.
A los que amamos las corridas de toros nos asombra que los antitaurinos estén tan ciegos, tan ciegos, tan ciegos, que lleguen a convencerse de que vienen en nombre de la civilización, cuando la evidencia es justo la contraria: suyo es el ideario salvaje y sin raíces, sin sabiduría y sin tradición. Llegan incluso a tirarse desnudos -para protestar, dicen- por los suelos de lugares públicos y a todos nos dan ganas de llevarles mantas y enseñarles a hablar y escribir, para que puedan expresarse sin tener que pasar esas penalidades.
Los que amamos las corridas de toros, sabemos mucho de su belleza y envergadura artística -que la tiene a mansalva y hasta límites que sólo se dan en la música-. Por eso forma parte de una Tradición en una tierra (la nuestra) en la que los hombres han sabido sacarle toda su belleza al toro bravo, plantándole cara. En otras tierras, menos afortunadas, se lo aniquiló rápidamente (y sin ninguna ceremonia) por considerarlo un mal bicho, tan hostil como poco práctico. Aquí, en cambio, la cría y la lidia del toro bravo, es una tradición transmitida como un tesoro: en España, al toro se lo valora su belleza indomable, a sabiendas de que es necesario un rito exacto, perfeccionado a través de los siglos, para que ese animal muestre toda la hermosura que esconde. Por eso la Tauromaquia debería ser asignatura obligatoria en los colegios de nuestro país. ("Me han pencado toros II").
Los "antitaurinos", en su simpleza, no entienden que el toro -ya sea muriendo en la plaza rendido, alanceado, sangrando por todos sus orificios y heridas (y aún así embistiendo y embistiendo hasta el final), ya sea expulsado con vida con las vaquillas sin el honor de ser toreado -directo al matadero-, ya sea indultado, en casos contados de bravura sublime) nos da mucho más de lo que podríamos quitarle.
Están ciegos para ver que el toro que muere en la plaza alcanza más gloria y honor que ningún otro bicho sobre la faz de la tierra, y su nombre quedan grabado en la historia y en los libros y en los registros de las plazas, por haber muerto, o por haber matado, o por haber conseguido el indulto y, siempre, por haber dado tanta belleza al mundo durante los minutos en que es lidiado (mientras las foquitas y los patitos y los perritos que tanto aman los antitaurinos, mueren en el anonimato más insípido pasando al olvido inmediatamente y -con frecuencia- sufriendo mucho más que el toro en la plaza).
La tauromaquia no es una cuestión de civilización, sino de prioridades. No es cuestión de libertad sino de tradición. No es una cuestión de fiesta, sino de belleza. No es una cuestión de derechos de los animales, sino de riqueza espiritual de los hombres.
Los antitaurinos prefieren ver a los toros extinguirse y desaparecer de la tierra antes que verlos sufrir. Pero que nadie se equivoque: no lo hacen por los toros: lo hacen por ellos mismos. Lo que realmente les revienta, les mata, les jode y les hunde es saberse castrados e incapacitados para poder vibrar ante la belleza arrebatadora y sublime de una corrida de toros sin tener que quedarse en el hecho de que el toro sangra. Y así, esa pseudo-religión animalista que pretende erradicar a los toros de las plazas (y por tanto del mundo), acaba confundiendo -atención- la nada con un derecho que cree que vale la pena imponer.