Leía ayer un artículo de un "educador experto" sobre la adolescencia. La describía como una época difícil, conflictiva, oscura, traumática y al adolescente como un amasijo de carne y huesos en crecimiento, bajo un riego de hormonas que lo incapacitan temporalmente como ser humano.
No estoy de acuerdo con el maldito experto: la adolescencia es la época más luminosa, importante y divertida de la vida.
Es la época en que nace la voluntad, el momento en que se tienta por primera vez el timón de la vida; es entonces cuando vemos en el espejo que somos de la raza de nuestros padres; nuestra sangre empieza a bullir, pugnando por transformarnos en los primigenios herederos de la tierra.
Amanecemos a un mundo que se nos ofrece y se pone a nuestros pies en toda su inmensa y maravillosa extensión. Sí: luego irán llegando las elecciones, los aciertos, los errores, las medallas de la victoria y las vendas en las heridas, los desengaños, la calvicie, los logros, los miedos, las enmiendas, pero en la primera juventud esos límites no existen: sólo hay un vendaval de audacia y esperanza.
Y por un segundo, mientras leía al experto ignorante, tuve la visión sólida y nítida de mi yo adolescente.
¡Qué envidia sentí de mi yo de 13, 14, 15, 16, 17! Su honor, su esperanza indestructible, su inocencia aplastante, su confianza en sus hermanos, sus sueños sin límites!
¡Qué envidia sentí al ver su mirada llena de bondad, de admiración y agradecimiento paseándose sobre todo lo que se le ofrecía!
Recordé la fascinación de aquella época del despertar: el vértigo de los imperios por descubrir, el amor, la Mujer, las novelas por leer y escribir, la Mujer, la música, las riquezas, los coches y la Mujer.
Y lo que daría por ir a verle cinco minutos, y aconsejarle y advertirle y prevenirle: decirle "por aquí", aconsejarle "con ellos"; ponerle en guardia contra los oportunistas; señalarle los verdaderos maestros que le prepararán para las batallas de la vida; contarle de los estafadores del cuerpo y del espíritu... y admirarle. Y aprender.
Y también preguntarle, preguntarme:
-¿Dónde, cuándo te fuiste, mi pequeño y querido héroe? ¡Dios mío, cómo te echo de menos!