Todo gran avance, todo crecimiento en la Historia de los Hombres –de cada hombre– va siempre unido a la Verdad. Y, como ya advirtió Sócrates, la Verdad está al alcance de quien tenga el valor de hacerse las preguntas adecuadas. Y esto viene al caso porque, según las crónicas, si hoy celebramos el cincuenta aniversario de la llegada de la Humanidad a la Luna es gracias a que un tipo (un tipo genial) supo plantear la pregunta exacta a un hecho aparentemente trivial: una manzana cayendo al suelo.
Otros habríamos visto caer esa manzana con indiferencia. Por fortuna para todos, él mantenía la mirada sorprendida de los niños, que ante cualquier cosa se preguntan siempre “por qué”. Aquel fue, sin duda, uno de los momentos culminantes del espíritu humano: profundizando en estudios previos de Kepler, determinó que la Tierra y la manzana se atraen con una fuerza igual al producto de sus masas partida por el cuadrado de la distancia entre ambas. Y con muy poco más de lo que Newton averiguó con a esa manzana en 1685 (mil-seiscientos-ochenta-y-cinco, señoras y señores) pusimos a Armstrong en la Luna, hoy hace cincuenta años.
Cincuenta años. En ese mismo plazo, los ojos del niño que habían visto fascinados volar los primeros biplanos de la Historia en 1919, vieron atónitos -ya adultos- la ignición de los cinco motores F1 del Saturno V haciendo temblar el suelo de Cabo Cañaveral, mientras consumían siete mil litros de combustible por segundo para alcanzar las 3500 toneladas de empuje que -según los cálculos de Newton- Armstrong, Aldrin, Collins y la Humanidad necesitábamos para escapar de atracción terrestre y romper los límites de la Historia. Y esos mismos ojos, antes de cerrarse ya ancianos, vieron la huella inmortal en la superficie de la Luna: era un hecho, una certeza. Todo era verdad.
Apenas en el plazo de una vida habíamos recorrido un camino que, siguiendo el ritmo lógico que traíamos desde la noche de los tiempos, tardaríamos aún en cubrir cientos o miles de siglos -si acaso no estaba más allá de la natural capacidad de los Hombres navegar entre las estrellas-. Pero sólo nos llevó cincuenta años. Cincuenta años tardamos en demostramos que podíamos alzar los pies de nuestra Tierra para volar, para ascender al Espacio, para caminar por la superficie de otros mundos, para entender que es verdad lo que se nos dijo: que el Universo nos pertenece, que está ahí y que vamos conquistarlo.
A las 2:56 de la madrugada de hoy habrán pasado otros cincuenta años. Cincuenta años desde que los seres humanos pisamos por primera vez el primero de una infinidad interminable de otros mundos de los que, desde esa noche, ya sólo nos separan tiempo y distancia. Y solo el tiempo dará la perspectiva necesaria para comprender la magnitud de aquella proeza, y podemos aventurar que será tal que las generaciones por venir mirarán siempre con una mezcla de asombro, envidia y orgullo a aquellos tipos geniales de los años sesenta que, como colosos, saltaron fuera de nuestro planeta. Algo asombroso. Y escucharán perplejos el discurso de Kennedy en Rice (“nos hacemos a la mar en este nuevo océano”), y las palabras de Armstrong, borrosas por la distancia sideral y los viejos transistores, al pie de la escalera del módulo lunar (“voy a bajar...”). Y todos querrán haber estado allí y haber sido los protagonistas de aquel instante, en la Luna o en la Tierra. ¡Qué salto! ¡Un salto gigantesco, gigantesco!
Pero debemos saber que, probablemente, el privilegio de la cercanía histórica nos impedirá ver en vida todo el bien que ha de venir gracias a aquella gesta: qué enfermedades hoy mortales curaremos, cómo engañaremos al tiempo y al espacio, nuevas fuentes de energía,…¡vida! A nosotros, como a Newton, nos toca sembrar para que otros recojan algún día. Tendremos que estar atentos a las manzanas que caerán ante nuestros ojos queriendo revelar los secretos del Universo: secretos de perfección, belleza y exactitud escritas en el Cosmos y en nuestros corazones desde el instante en que fueron creados y dispuestos, haciendo que la llamada del infinito nos resulte irresistible.
Y es una labor bien hermosa, si tenemos en cuenta que Armstrong consiguió poner el pie en la Luna subido a un navío de talento y esfuerzo que comenzó a construirse en 1685, y se fue transmitiendo y perfeccionando de generación en generación, a sabiendas de que aquellas noches de cálculos interminables, entres candelabros, tinteros y telescopios borrosos parecían tiempo perdido en una mundo que se movía arrastrado por carros de bueyes.
Y pensando todo esto, para mí la huella de Armstrong en ese suelo gris y ceniciento de la Luna adquiere una belleza cautivadora y diferente cada vez, como el cuadro de un gran artista. En ella veo las noches en vela de Newton, de Kepler, de Verne. Otras veces veo a mis padres, con quince años testigos privilegiados de aquella noche decisiva, en el preciso momento en que se hizo esa huella; o veo pilotos muertos en biplanos frágiles y lentos; bisontes pintados en las paredes Altamira; veo una huella en el astro menor del Génesis, que preside la noche desde el principio.
Pero cuando esa imagen adquiere una belleza arrebatadora es al descubrir que se trata de la demostración irrefutable de una de las facetas más maravillosas y esperanzadoras de la Humanidad: la capacidad de unirnos. De mirarnos y reconocernos unos a otros viajeros de esperanzas, compañeros de ilusión y de aventuras; hermanos de sueños. Y comprobar atónitos el poder que desplegamos juntos, que nos hace capaces de someter las leyes de la física y del Universo, cambiar el rumbo de la Historia y hacer trizas límites que parecían absolutos, revelando en nosotros el brillo de nuestra inteligencia –imagen y semejanza de la que escribió las leyes que rigen al milímetro el Cosmos y nuestros corazones– capaz de romper los diques de la incertidumbre, alcanzar la Verdad y con ella la sabiduría y el conocimiento que iluminarán el porvenir de los nietos, de los bisnietos, de los tataranietos de nuestros hijos, que sólo sabrán una cosa de nosotros: que -por ellos y para ellos- llegamos a la Luna.