El futuro, que nos cae simpático a todos, es un fantasma con el que hay que tener mucho cuidado. Es un fantasma primero porque no existe, y segundo porque los fantasmas aseguran y prometen muchas cosas que luego no son ciertas. Así pues: ojo con el futuro: es un fantasma. En todos los sentidos.
Sin embargo, entre las muchas cosas que nuestro futuro –el de cada uno, nuestro propio fantasma particular– nos pone constantemente ante los ojos como realidades sólidas y evidentes, sólo hay una que es segura; una que sí es verdad, y de la buena. Me refiero a esa señora fea y desagradable con capucha negra, azadón y cara de calavera que nos saluda desde la última fila: nuestra muerte. Citando a Jack Nicholson en “As good as it gets”: yo moriré, tu morirás y, por lo que parece, tu hijo también morirá.
Cada madrugada del 31 de diciembre al 1 de enero festejamos el final de un año y el comienzo de otro y celebramos que seguimos en el juego de la vida y se nos conceden otras oportunidades. Se reparten nuevas cartas para una nueva partida. Es una noche de evaluación, de examen de conciencia, de echar la mirada atrás durante unos instantes; es un momento en el que se juntan los agradecimientos por lo bueno que hemos vivido y remordimientos por todo lo que hemos dejado de vivir.
Y aunque una inmensa mayoría de compatriotas no dejaría por nada del mundo de entrar en el nuevo año con la boca llena de uvas mientras en la televisión el hortera de moda nos enseña qué es un cuarto y qué una campanada, hay que reflexionar sobre lo esencial de ese momento: “un año más es un año menos”. ¿Por qué entonces festejamos con tanto alboroto que nos queda un año menos?
Puede parecer el razonamiento de un pesimista, pero que nadie se engañe: en ese túnel difuso en el que creemos vislumbrar nuestro posible futuro –un túnel en el que, a la luz de la esperanza, se mezclan nuestras ilusiones, sueños, anhelos, y deseos- lo único que es cierto, matemático, inevitable, seguro y no negociable es nuestra muerte. Nuestros proyectos y sueños podrán cumplirse o no; nuestra vida podrá valer la pena más o menos; seremos mejores o peores, pero al final lo único que podemos tomar como absolutamente cierto e inevitable de nuestro futuro es que vamos a morir.
¿Por qué, entonces, si lo único cierto es que vamos a morir y todo lo demás es pura posibilidad, no nos hundimos bajo el peso de esa consideración demoledora? Una psicóloga me explicó en una ocasión que la peor tortura a la que puede someterse un hombre es la que sufren los condenados a muerte; la de saber “el día y la hora”. Recuerdo que me quedé perplejo; como decía Ía: me quedé “todo chocao”. A esos tipos lo que les tortura no es morir, sino saber CUANDO van a morir.
Y aquí viene la primera pregunta: si la premisa importante en la proposición es la muerte, la fecha debería tomarse como una cuestión secundaria. Es decir, ¿qué importancia tiene un día, mes o año más o menos? O mejor dicho ¿por qué es TAN importante un año más o un año menos?
En 3º de B.U.P., que hoy se llama 1º de Bachillerato, tuve un profesor de Religión que entraba a fondo en todos los temas fascinantes –la muerte, las bombas atómicas, las mujeres, la moralidad de los actos individuales, etc.- y recuerdo que en cierta ocasión nos hablaba de la importancia de la esperanza y del instinto de supervivencia poniéndonos como ejemplo los soldados que llegaron en barcazas a las playas de Normandía en la mañana del 6 de junio de 1944. En la playa, cientos de MG 42 –para entendernos, una ametralladora alemana que escupía 1700 balas de 7,92 mm por minuto y que los rusos apodaron “segadora de hombres”– las estaban apuntando desde que los vieron aparecer en el horizonte, por lo que las primeras en llegar a la orilla llevaban a sus hombres a una muerte casi segura.
Lo admirable es que, ya veteranos, los pocos supervivientes de aquellas primeras barcazas coinciden al señalar que, en aquel momento, tenían la convicción absoluta de que no les iba a tocar morir; que los demás en la barcaza lo tenían muy difícil, pero “algo” les aseguraba que a ellos no les tocaría. Obviamente, en la barcaza, todos tenían esa esperanza… retomando el comienzo diremos que vivieron una especie de “nochevieja”: cada segundo que pasaba era un metro menos hasta la playa; una playa en la que muchas ametralladoras estaban esperándoles para segarlos como al trigo en cuanto se abriesen las compuertas. Cuesta trabajo imaginarse lo que pasaría por su cabeza en ese momento: imágenes borrosas de una escaramuza en las dunas, compañeros heridos, el peligro de muerte inminente y constante...de pronto, quizá, una gran explosión como punto final a la batalla y la supervivencia in extremis…
Poco después la realidad cayó como una losa sobre el escenario: y aunque todos tenían la esperanza de sobrevivir, unos fueron tomados y otros dejados. Unos sobrevivieron y otros no.
Lógicamente, pasados los años, aquellos valientes que no murieron segados por las ametralladoras lo hicieron por alguna enfermedad, o en un accidente fortuito, o por otras ametralladoras en otras playas…
No es cuestión de empezar a enumerar obviedades, pero la muerte repugna a la razón: estamos hechos para la Vida y sentimos rechazo por ese trance; nos da miedo, nos inquieta ese paso desconocido. No es plato de buen gusto. Pero si obsesionarse con la muerte no es razonable, tampoco lo es darle la espalda, como los que respondían a la pregunta “¿Cómo quisiera morir? -Sin darme cuenta”. Un error funesto –nunca mejor dicho-.
Paradójicamente, todos hemos asumido que algún día nos tocará. Lo que no hemos asumido es que lo verdaderamente importante no es cuando, ni de qué manera, sino “cómo” moriremos. Lo hemos leído y oído muchas veces: el momento en el que alguien se enfrenta a la muerte y reconoce: “no estoy preparado”. ¿Preparado para qué?
Y eso es lo único importante de la cuestión: “como” lo afrontaremos. Y quizá la mejor manera de acabar sea pensar de nuevo en aquellos chicos de las barcazas: aunque con todas sus fuerzas deseaban llegar a cumplir veinte años, aunque querían formar una familia con esa chica de cabellos ondulados de Kentucky, aunque querían vivir… estaban preparados para morir.