I.- RUMBO A LA NOCHE
62,3 toneladas de empuje y estruendo brotaban de los motores del Airbus del Air France 447 a las 19:29:42 del 1 de junio de 2009, cuando sus diez ruedas, a 301 kilómetros por hora, se despegaron del suelo por última vez.
Al sol dorado del crepúsculo, el avión se alzó majestuoso sobre el hechizo multicolor de Rio de Janeiro. Tras un primer salto casi en vertical pareció detenerse en el aire, como si contemplara la belleza despiadada de la bahía de Guanabara, como esperando recibir la bendición del Cristo del Corcovado que, frente a él, abría igualmente los brazos al viento.
Luego, viró al noroeste, hacia el Atlántico. Hacia la noche.
En apenas dos horas, el avión y todo su pasaje estarían a cuatro mil metros de profundidad, sepultados en el Atlántico.
Pero eso nadie el mundo lo sabía. Los pasajeros se preparaban para un largo vuelo nocturno hasta París y charlaban animadamente, sin saber que esas eran sus últimas conversaciones. Las azafatas atendían a los viajeros mostrando sus últimas sonrisas. Y en la cabina, los tres pilotos planeaban meticulosamente la larga ruta transatlántica, sin saber que habían realizado su último despegue, que jamás llegarían a París.
II.- LA OSCURIDAD, EL FUEGO, EL HIELO.
Los doscientos dieciséis pasajeros parecían una muestra aleatoria de la Humanidad en la pipeta descomunal del fuselaje: había ejecutivos deprimidos en primera clase, jubilados que volvían de darse un homenaje en las aguas de Brasil, infelices que terminaban vacaciones que no se podían permitir y habían pedido alcohol y comida antes de que los motores se encendieran, personas silenciosas, como obligadas a estar ahí, parejas jóvenes y viejas, un bebé durmiendo en una cuna, políticos mendaces, empresarios honrados y corruptos, padres buenos, esposas nostálgicas, azafatas sensatas, novios idiotas, niños, ancianos, adolescentes. Pertenecer a la Humanidad parecía haber sido la única condición exigida para subir al avión.
Para el capitán Dubois era sólo otro salto nocturno del Atlántico; pura rutina, si eso puede decirse de semejante concepto. Ya había luchado muchas veces con esa oscuridad ineluctable que, a treinta o cuarenta mil pies de altura y en plena noche, ciega por completo las ventanas de la cabina.
Junto a él, dos jóvenes copilotos –Robert y Bonin– se turnarían a los mandos durante la travesía.
Todo iba según lo planeado mientras bordeaban las costas de Brasil, antes de lanzarse al océano. Cuando ya estaban alcanzando los diez mil metros de altura, el sol se ponía tras ellos: al volar a favor de la rotación terrestre, habían pasado del atardecer dorado de Río a la noche más oscura en muy pocos minutos.
En la cabina sonó una llamada interna. Robert cogió el teléfono y escuchó la voz de la sobrecargo del vuelo.
—Bonne nuit: la tripulación está lista para servir la cena.
—Un segundo, Marilyn.
Robert leyó los “ACARS” y vio que la previsión de tormenta en la zona intertropical había empeorado. Sin embargo aún tardarían dos horas en llegar hasta allí. Tras confirmarlo con Dubois, autorizó el servicio.
—Adelante con la cena, Marilyn: tenemos dos horas de aire tranquilo por delante.
—Merci beaucoup— respondió la azafata. Y colgó.
Los trabajos de despegue y ascenso habían concluido y volaban con suavidad. Los tres pilotos acordaron que el capitán Dubois disfrutaría el primer turno de descanso, luego volvería para hacerse cargo de la parte final del vuelo y aterrizar el avión en París.
—Bonin, tienes el avión— dijo el capitán Dubois guiñándole un ojo a Robert —Ya llevas horas suficientes en las alas para encabezar esta travesía por el Atlántico.
El joven Bonin asintió con seriedad.
—Fijaos, está nevando- apuntó el capitán Dubois acercando la cabeza al cristal de la cabina. En el oscuro borde de la ventana, se veían pequeños cristales de hielo acumulándose y desapareciendo con gran rapidez. Al instante, un ruido parecido al de una cascada empezó escucharse en el interior del avión. Era el hielo, el granizo que flotaba en aquella altura y oscuridad abismales, golpeando en la estructura y los cristales del avión a más de novecientos kilómetros por hora. El termómetro exterior marcaba sesenta y cuatro grados bajo cero.
Dubois miró los informes meteorológicos y sonrió cansado.
—San Telmo no tardará en aparecer- dijo desabrochando su cinturón de seguridad y levantándose- no os vais a aburrir: el tiempo se va a poner feo. Muy feo. Hay algo grande ahí delante- añadió señalando una gran mancha roja que empezaba a aparecer en la pantalla del radar.
Bonin sintió que algo invisible tiraba de sus entrañas. Nervios... ¿miedo? Bonin odiaba lo que significaban esas manchas: tormenta. Y la que empezaba a asomar en esa pantalla era de las grandes.
El capitán Dubois salió de la cabina y se fue a descansar. Robert ocupó su sitio de inmediato y chequeó rápidamente la información de las pantallas. Todo estaba en orden. A su lado, Bonin sonrió algo nervioso. No parecía cómodo con la responsabilidad que le había encomendado el capitán.
De pronto, en el exterior del parabrisas, contrastando con la oscuridad de la noche, apareció una mano fantasmal, azul y resplandeciente, deslizando sus largos dedos afilados por el cristal. Apareció y desapareció, volvió a aparecer y desaparecer. Al mismo tiempo un olor eléctrico, a circuito recalentado, llenó la cabina de mando. Nervioso, Bonin acercó la cabeza a la ventana.
—Es San Telmo- murmuró Robert tranquilo al ver la preocupación de su compañero- El fuego de San Telmo. Es normal en estas latitudes y con tormenta. Yo en tu lugar desviaría el rumbo a la izquierda para rodear los cúmulos que tenemos justo en frente.
Bonin asintió y giró ligeramente la rueda de rumbo hacia la izquierda. El avión se ladeó de manera imperceptible ejecutando la orden.
—Entramos en océano abierto. La próxima vez que sobrevolemos tierra estaremos... sobre Senegal- dijo Robert revisando el mapa- voy a comunicar posición. Se puso los auriculares, en los que escuchó la inquietante sinfonía de las alturas, hecha de silbidos, chasquidos, vientos estáticos y voces débiles y distantes de otros pilotos, radiadas desde algún lugar de la inmensidad del océano y de la noche. En la banda de alta frecuencia, las transmisiones siempre viajan envueltas en esos sonidos estremecedores. Robert se acercó el micrófono a la boca y pulsó el comunicador:
—ATC Recife, aquí A-F 447, Nivel de vuelo 350, rumbo 0-3-7 a 2-4-5 nudos, acabamos de pasar Natal y nos vamos al Atlántico.
Hubo una pausa en la que sólo se escuchó el vendaval de la distancia insondable.
—AF447, aquí ATC Recife -respondió al fin una voz que parecía llegar a duras penas desde el rincón más lejano del Universo- Copiado...notifique llegada a I-N-T-O-L en 123.32. Hasta pronto y buen vuelo.
—Gracias Brasil, hasta pronto- contestó Robert y soltó el botón de comunicación.
El avión sobrevolaba ya el océano, a más de 10 kilómetros de altura.
Ninguno de los dos se percató de que el termómetro exterior marcaba una rápida y extraña subida de temperatura.
III.- "STALL!"
Llevaban casi dos horas de vuelo cuando el avión experimentó los primeros zarandeos. Estaban ya peligrosamente cerca de la mancha roja que se dibujaba en la pantalla del radar. Robert y Bonin conocían esas turbulencias tropicales y sabían que iban empeorar. Fuera del avión sólo había oscuridad. Una oscuridad absoluta.
—¿Veremos la luna?-murmuró Bonin intentando vislumbrar algo a través de la ventanilla lateral.
—Ni la busques. Estamos rodeados de formaciones de nubes de más de 50.000 pies.
—Lo sé, lo sé– respondió Bonin poniendo un dedo sobre el mapa. –La convergencia intertropical... ahí estamos, justo dentro, entre "SALPU" y "TASIL". Eso es, estamos en medio de todo...
A pesar del entrenamiento y la experiencia, Bonin no se acostumbraba a volar de noche sobre el océano. Volar de noche sobre tierra es diferente: se sobrevuelan ciudades y pueblos que resplandecen tenuemente en la lejanía y aunque no proporcionan información concreta, tienen un efecto calmante para los sentidos, ávidos de certezas; tranquilizan la mente al confirmar que se vuela nivelado, que el suelo está abajo y el cielo arriba, que el avión no está bajando o subiendo.
Pero en el océano no hay luces, no hay referencias, no hay nada. Con suerte, si hay luna llena, apagando las luces de la cabina, se puede llegar a ver el horizonte o el reflejo lejano de la luna en el agua. Pero si no hay luna, y además hay tormenta, entonces, no se ve el horizonte. No se ve el suelo. No se ven las estrellas. No se ven las nubes. No se puede saber a simple vista donde está el horizonte. No se ve nada. Nada de nada. Solo esa oscuridad insondable, interrumpida a veces por relámpagos que duran un instante sólo para revelar las gigantescas mandíbulas de las nubes, escondidas y amenazantes en ese reino de alturas y tinieblas. En esa oscuridad sólo se puede confiar en los indicadores de la cabina.
Pero... ¿y si fallan los indicadores?
Bonin pensó en Dios.
Hubo una nueva vibración del avión, más agresiva. Robert llamó a la sobrecargo por el intercomunicador.
—Marilyn: entramos ya en la tormenta. Os voy a encender las luces de los pasillos, cercioraos que todo el pasaje está con los cinturones abrochados: esto se va a mover mucho y no quiero pasajeros volando por encima de los asientos.
—De acuerdo.
En cuanto colgó el teléfono, Marilyn notó que el avión empezaba a dar pequeños saltos y a oscilar, pesadamente, como resbalando, a derecha e izquierda. Las luces de los pasillos se encendieron, deslumbrando y despertando a los pasajeros. Al ver las señales de los cinturones de seguridad Marilyn sintió algo extraño en su interior. Había visto encenderse esa señal mil veces... pero esta fue distinta. Tuvo una sensación de premura, como si tuviera que darse prisa en terminar algo importante pero olvidado. Junto a las demás azafatas, comenzó a recorrer los pasillos comprobando los cinturones. La extraña sensación no la abandonó y notó que una misteriosa lágrima se le escapaba y rodaba por su mejilla.
En la cabina, Bonin y Robert configuraron el piloto automático para entrar en "aire tempestuoso". Robert emitió por radio la posición:
—Atlántico Centro, aquí A-F-4-4-7 en... sierra-alfa-lima-papa-uniform... entramos en zona de tormenta: tenemos turbulencias y nubes negras.
—Fíjate- dijo Bonin- ¡la temperatura ha subido más de sesenta grados ahí fuera y sólo estamos a diez grados bajo cero!
—Es cierto- contestó Robert revisando los datos de la pantalla- Madre mía, va a ser una tormenta bestial. Bestial…
—Vaya.
—Tranquilo Bonin -sonrió Robert- es parte de la emoción de cruzar el trópico. No podremos subir mucho más con el aire tan caliente. Pero al menos estamos en un 3-30 y no en un 3-40. Se comporta mucho mejor en estas situaciones.
A Bonin no le tranquilizaron las palabras de su compañero; sabía que aún le faltaban muchas horas de vuelo en situaciones como esa para poder actuar con seguridad.
En el parabrisas volvió a surgir el fuego espectral de San Telmo.
—Conecto los sistemas de descongelación- informó Robert manipulando unos botones sobre su cabeza.
Un rumor amenazante inundó la cabina: el agua y el hielo empezaban a azotar el avión con violencia.
—Reduzco velocidad; avión listo para entrar en aire no confiable- anunció Bonin.
—Entendido.
—Sería prudente preparar los anti-incendio de los motores, por si acaso: hay mucho hielo ahí fuera y les está entrando de lleno.
—De acuerdo- respondió Robert accionando varios interruptores junto a su pierna- sistemas anti-incendio preparados.
Pasaron unos segundos más. El ruido en la cabina creció hasta volverse intimidante. Los jóvenes copilotos, en silencio, miraban con atención las pantallas. El azote ensordecedor del granizo parecía hacer mas impenetrable la oscuridad del exterior y la mano fantasmagórica del fuego de San Telmo se deslizaba veloz por los cristales, como buscando un resquicio para entrar en la cabina y enroscarse en el cuello de los aviadores.
¿Como de grande tiene que ser un trozo de hielo para romper ese cristal golpeándolo a 950 kilómetros por hora? pensó Bonin.
Entonces sonó una alerta en la cabina y se encendió una luz roja de advertencia. El piloto automático se había desconectado.
—El piloto automático se ha apagado- murmuró Robert perplejo.
—Tengo los controles- respondió Bonin de inmediato. Nada más tocar los mandos, sintió que doscientas veintisiete vidas colgaban de sus manos. En su corazón sintió vértigo y angustia.
—Tenemos datos incorrectos de velocidad- dijo Robert leyendo las pantallas con el ceño fruncido.
El indicador de velocidad marcaba “cero”. Las sondas del exterior se habían congelado y habían dejado de medir la velocidad. Tenían que esperar a que el sistema de deshielo derritiera el agua congelada que se había formado en su interior...
Pero en el panel apareció otra nueva alerta: la computadora del avión había pasado de “Régimen normal de vuelo” a “Régimen de emergencia”, desactivando varios sistemas automáticos. Los dos copilotos se quedaron atónitos unos segundos. Antes de que hubiesen podido asimilar los mensajes del avión, las pantallas empezaron a inundarse con mensajes de errores:
WARNING FLAG ON CAPT PFD: alerta velocidad incorrecta
WARNING FLAG ON F/O PFD: alerta velocidad equivocada en panel del copiloto.
WARNING AUTO FLT A/THR OFF: Acelerador automático ha pasado a "desconectado".
WARNING NAV TCAS FAULT: Error del sistema anticolisión: sistema desactivado.
WARNING FLAG ON CAPT PFD: alerta de de velocidad equivocada en panel del piloto.
WARNING F/CTL RUD TRV LIM FAULT: Fallo en el limitador de la superficie del timón de cola.
FAILURE EFCS2 1: Detectados problemas en Sistema Electrónico de Control de Vuelo.
WARNING MAINTENANCE STATUS 3882: Error Desconocido.
WARNING MAINTENANCE STATUS 3320: Error Desconocido.
—Eh, eh, eh!!- exclamó Robert- pero bueno... ¿¡qué pasa!?
Sin darse cuenta, movido por ese instinto innato, primigenio e irracional que es el pánico, Bonin empezó a tirar de la palanca haciendo que la proa del aparato se elevara. El avión comenzó a ascender. Robert no se percató: no podía ver la mano de Bonin porque, en los Airbus, los mandos no son los clásicos volantes grandes y visibles: son pequeñas palancas electrónicas situadas a los lados, entre el piloto y la ventanilla: a simple vista no se percibe qué movimientos hace el que gobierna el avión. De hecho, Robert no solo no estaba viendo a su joven compañero tirar de la palanca haciendo que el avión elevase la proa y ascendiera: ni se le pasaba por la cabeza que Bonin pudiese estar cometiendo un error semejante.
Pero así era.
Entonces sonaron otras dos alertas: la primera advirtiendo que se estaba abandonando la ruta programada y la segunda, que el ritmo de ascenso que Bonin estaba dando al avión sin darse cuenta, era excesivo a esa altura.
—No tenemos... no tenemos buenas lecturas de velocidad- exclamó Bonin sin percatarse de que era él, dominado por el pánico, el que obligaba al avión a subir perdiendo velocidad rápidamente.
—¡Presta atención a la velocidad! ¡Presta atención a la velocidad!- le repitió Robert mientras revisaba las pantallas y accionaba los mandos superiores intentando atender y corregir las alertas- ¿Cómo estamos?
—Creo que estamos bajando- respondió Bonin completamente confundido. Robert extrañado, intentó verificarlo con el horizonte artificial: según la pantalla, el avión estaba subiendo; con la proa hacia arriba. Como piloto veterano, ante el caos técnico que se adueñaba de los sistemas del avión, miró por la ventana intentando buscar una referencia. Pero fuera todo seguía sumido en la oscuridad más impenetrable, sólida y uniforme, apenas alterada por los fogonazos exteriores de las luces de navegación.
Algo no le cuadraba a Robert. No podían estar bajando.
—Baja la proa. Estabiliza...- le ordenó Robert a Bonin.
—¿Seguro? -preguntó Bonin extrañado y sin dejar de tirar de la palanca hacia sí.
—Tú baja la proa del avión... Según lo que dice aquí estamos subiendo... Según esto, estás subiendo, así que desciende ¡o vamos a entrar en pérdida!
—Entendido- contestó Bonin.
Por fin, el hielo se desprendió de una de las sondas Pitot, que volvió a funcionar. Fue como si el avión volviese a ver de nuevo. Pero lo que vio, al aparato le resultó indescifrable y el ordenador quedó perplejo -si cabe esa actitud en una máquina-. Habían añadido tres mil pies de altura, la velocidad se había reducido drásticamente y la proa seguía alzada. El ordenador sumó todos los factores determinando que el deterioro de sustentación en las alas era un riesgo letal y lanzó la peor alarma que puede escucharse en la cabina de mando de un avión. El sonido y el mensaje más temido por los aviadores: la alarma de Pérdida. La voz mecánica y robótica del avión resonó en la cabina: "STALL!...STALL!...STALL!"
Robert y Bonin se miraron y vieron el uno en el otro la cara misma del horror.
—¡Desciende!- gritó Robert.
—Allá vamos: descendiendo- contestó Bonin, cada vez más nervioso.
El avión aceleró y el marcador de velocidad comenzó a subir hasta que la alarma de pérdida enmudeció. Por un instante, pareció que habían superado la crisis: en los paneles aun había muchas luces de alerta encendidas, pero parecía que volvían a volar con normalidad.
Sin embargo -¡fatalidad!- el instinto aún tierno y bisoño de Bonin, que sentía pendiendo de su brazo las vidas de todos los que estaban en el avión, le ordenó de forma inconsciente tirar lentamente de la palanca de mando..., elevando de nuevo, lentamente y sin darse cuenta, la proa del avión.
—No entiendo -exclamó Robert con enfado- aquí pone que volvemos a subir... sí, mira: estamos ascendiendo- repitió sin percatarse de que Bonin nuevamente era quien accionaba los mandos en ese sentido. A Robert le parecía incomprensible. Un rápido vistazo al estabilizador horizontal le confirmó que estaba en posición correcta. ¿Por qué estaba subiendo el avión? Iban a entrar en pérdida. Ora vez. Un piloto puede mantener la serenidad tras una alerta de pérdida, pero dos... Superado por la situación, Robert pulsó el botón de llamada al Capitán, para que volviese a la cabina.
—¿Dónde está Dubois?... ¿eh?- preguntó Bonin nervioso.
—No lo sé, no entiendo nada.
Fue entonces cuando el ordenador del avión recuperó todas las lecturas: el hielo se había eliminado de todas las sondas y las lecturas volvían a funcionar.
Ese fue el momento.
Ese.
A las dos horas, diez minutos y cincuenta y ocho segundos de vuelo, los dos jóvenes aviadores tuvieron que elegir entre volver a creer lo que decían las pantallas de vuelo o intentar volar por sí mismos, sin fiarse otra vez de un sistema electrónico que se había esfumado sin previo aviso, dejándolos en la más completa oscuridad y haciendo saltar todas las alarmas.
Pero nadie en el mundo entero, al mando de un avión con 200 personas, a doce mil metros de altura, en medio de la más absoluta oscuridad y atravesando una tormenta mortal, vuelve a confiar en un aparato que ha fallado.
Nadie.
Y por eso, desde ese momento, sin saberlo, estuvieron sentenciados. Por delante tenían 38.000 pies de caída y los tres últimos minutos de sus vidas.
IV.- EL DESCENSO AL ABISMO
Bonin seguía tirando inconscientemente de la palanca, haciendo que el avión perdiese velocidad rápidamente. A su lado, Robert, sin saber que era su compañero quien estaba levantando el avión, no entendía que pasaba. Sólo hacía unos segundos que le había dicho que bajara la proa del avión y Bonin había confirmado que lo estaba haciendo. No podía ser Bonin, por tanto, quien estaba haciendo subir el avión... y sin embargo... ¡el horizonte artificial indicaba que la proa apuntaba hacia arriba! ¡Era una locura! El ordenador debía estar averiado o destruido.
—Subo los motores al 100%- dijo Robert empujando las aceleradores hacia adelante hasta ponerlos en la marca "TOGA"—N1 al 102%. ¿Dubois va a venir o no?- gruñó.
Bonin, aterrorizado, tiró aún más de la palanca hasta que el avión llegó a una inclinación de subida de siete mil pies por minuto: el equivalente a un edificio de once plantas por segundo. Fue demasiado. Con esa inclinación, a esa altura, donde el aire apenas tiene densidad, las alas del avión hicieron su último esfuerzo de sustentación y al fin dejaron de volar.
A doce mil metros de altura, con la proa apuntando al cielo, el avión se convirtió en una estructura metálica en caída libre. La alarma de entrada en pérdida se disparó de nuevo: "STALL!...STALL!...STALL!". Empezó a oírse un rugido ensordecedor, parecido a un bramido. Los pasajeros, aun sin comprender lo dramático de la situación se sobresaltaron por el estruendo: era el ruido invisible del aire que, huracanado, se arremolinaba y enroscaba en las alas inertes: era el aullido de un avión que deja de volar. Y todos sintieron, con vértigo en sus entrañas, que la gravedad desaparecía.
—¿Pero qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa, por Dios, qué pasa? - gritó Robert histérico- Los motores están al máximo ¿Qué está pasando? ¡No entiendo nada! ¡Nada!
—¡Ya no tengo el control del avión! -gritó Bonin- ¡ya no tengo el control del avión!
El indicador de altura empezó a girar vertiginosamente: 35000 pies... 34000... 33000... 32000...
Como un relámpago, en la mente de Robert, se revela la posibilidad de que Bonin, sin darse cuenta, esté haciendo subir el avión otra vez. Es la única explicación posible. Ese artefacto de última generación, ese prodigio tecnológico, no es como los aviones de siempre: aquí los mandos del piloto y del copiloto no se mueven sincronizados. Bonin le ha dicho que está descendiendo... ¡pero ahora se percata de que no es así!
—¡Tomo los mandos!- grita Robert pulsando el botón que le daba el control del avión a él.
A pesar de todo Robert estaba confuso: había visto la velocidad subir cuando Bonin decía que había bajado la proa. Además, la alerta de pérdida, con su funesto vaticinio no deja de resonar en la cabina... y la altura sigue esfumándose en las pantallas a toda velocidad, como un contador infernal de la distancia que le queda hasta la muerte, hasta su muerte. Pero había descubierto el problema y quizá quedaba tiempo de salvar la situación...
Pero los ruidos de las alarmas, los salvajes bandazos del avión y el miedo a la muerte se conjuraron como un espectro y se adueñaron de nuevo de Bonin que, sin mediar palabra, aterrorizado, inconsciente, retomó los mandos del avión sin decírselo a Robert.
Entonces, como enviado por Dios en el momento justo, entró el capitán en la cabina. Pero aún si fue Dios quien lo envió, no conseguiría Dubois cumplir con su misión.
—¿Qué demonios habéis hecho?- preguntó el capitán consiguiendo sentarse tras los copilotos a pesar de los sacudidas y saltos que zarandeaban brutalmente la aeronave.
—¡Hemos perdido el control del avión!- gritó Bonin.
La pantalla anunció el fallo del horizonte artificial: ya no podían saber la posición ni la actitud el avión. La última esperanza sensata de mantenerse en el aire se había desvanecido.
—Hemos perdido totalmente el control del avión -repitió Robert intentando mantener la calma- No entendemos nada... Lo hemos intentado todo...
Sentado tras los dos pilotos, el capitán Dubois vio la altura descendiendo rápidamente en el indicador: 19.000... 18.000... 17.000... Lamentablemente, desde ese asiento, Dubois no podía ver quién o cómo estaba controlando el gigantesco avión.
—¿Qué hacemos, capitán?-gritó Robert- ¿Qué piensa? ¿Qué debemos hacer?
—Dios mío... no sé ¡no lo sé!
—¡Estamos subiendo!- gritó Bonin desde la más absoluta confusión, cercano ya a la locura- ¡Subimos a toda velocidad! ¡Es imposible! Voy a desplegar los frenos aerodinámicos.
—¡No! -gritó Dubois evitando esa acción fatal -¡Nivela el avión!.
Pero Bonin ya no escuchaba. En ese instante Robert ve con horror que la mano de Bonin está ¡de nuevo! tirando de la palanca. La altura sigue reduciéndose a toda velocidad: 12.000... 11.000... 10.000 pies... Estaban cayendo. ¡Estaban cayendo! ¡Cayendo sin remedio! De inmediato, Robert accionó los mandos para hacer que la proa del avión bajara, ganar velocidad y recuperar altura. Pero la computadora del avión dedujo que debía ejecutar una orden intermedia entre lo que le ordenaba Bonin –subir– y lo que le ordenaba Robert –bajar–. El propio avión anuló así la única maniobra que podría haber llegado a salvar a sus ocupantes.
—Sube... sube... sube... sube...-suplicó Bonin. 8.000... 7.000... 6.000 pies.
Sólo entonces, Dubois, se dio cuenta de lo que sucedía: la brújula también giraba: estaban rotando. En horizontal y a gran velocidad. ¡Estaban cayendo! ¡En pérdida!
—No, no, no...-le gritó a Bonin- No subas... no ¡no!
—No, claro que no- gritó también Robert- ¡Desciende! ¡Dame los controles!... ¡Dame los controles a mí!
Por un segundo los mandos volvieron a estar en manos de Robert que bajó la proa del aparato ganando algo de velocidad.
Pero ya era demasiado tarde: ya sólo estaban a 3.000 pies -unos 900 metros- de las olas.
El avión emitió una nueva alarma: la del radioaltímetro, la que alerta de la proximidad del suelo: la alarma que siente la cercanía de la muerte. "Sink rate! Pull up!" gritó la voz electrónica del avión, en una última súplica a sus amos. Sin avisar a sus compañeros, como ejecutando la orden funesta del destino, Bonin volvió a agarrar la palanca y tiró hacia atrás, destruyendo la última esperanza que habría surgido de la maniobra de Robert.
Dos mil pies.
Robert sintió de pronto una paz interior profunda e inamovible: comprendió. Entendió. Sintió un movimiento de rabia, de impotencia. Algo así como una queja interior.
—Vamos a chocar...- dijo, como si despertara a una realidad inimaginable hasta ese momento- ¡no puede ser verdad!
—¿Pero qué ha pasado? ¿Qué está pasando?- preguntó Bonin, histérico.
Junto a la alerta de proximidad, suena -por septuagésimo quinta vez- la alerta de pérdida: "STALL!"
—¡Diez grados de cabeceo...!-gritó Dubois.
Y el avión estalló contra el mar.
Dubois, Robert, Bonin, Marilyn y todos los pasajeros se desintegraron al instante.
Rápidamente, las olas envolvieron los fragmentos del avión y los cuerpos de los muertos que, ya libres de miedo y angustia, los vieron descender al abismo del océano, mientras sus almas comparecían ante Dios.
* * *
Seis días después del accidente, tras perseguir la estela irisada de combustible sobre el océano, los equipos de rescate encontraron los primeros restos: una mandíbula, un brazo con parte de su hombro y dos maletas abiertas y vacías. Después, recuperaron medio contenedor de comida y el gigantesco timón de cola, con los colores de Air France.
La búsqueda se prolongó durante dos años. Durante ese tiempo, sólo se disponía de los mensajes que el avión remitió automáticamente a la compañía antes de desaparecer, así como los mensajes de radio y los datos del radar de Brasil. Con tan poca información, no tardaron en arreciar las conjeturas e hipótesis sobre la causa del accidente.
Se dijo que un rayo había alcanzado al avión. Se dijo que había sido un atentado. Se dijo que había perdido el radar meteorológico y se había metido en las nubes negras por error. Otros aseveraron que el capitán Dubois era el culpable y –sin ningún escrúpulo- llegaron a decir que, en el momento crítico, estaba en la cama con una azafata.
El 27 de abril de 2011, por fin, se encontraron los restos del desventurado avión, con sus "cajas negras". Estaban a cuatro mil metros de profundidad, en el lecho marino de una zona conocida como "Caldero Negro". Dentro se conservaban grabadas las conversaciones de los tres pilotos durante todo el vuelo. Solo cincuenta de los 228 cuerpos pudieron recuperarse. Dos de ellos fueron sacados a la superficie en sus asientos, con el cinturón de seguridad aún abrochado.
El informe de la investigación no señaló a un culpable definitivo: las causas se repartieron entre errores del avión, errores de la formación de los aviadores y malas decisiones de los pilotos.
En las escuelas de vuelo de todo el mundo se reforzó la importancia de formar a los pilotos para... volar. Volar sin necesidad de instrumentos o con instrumentos. Pero volar.
Nada había fallado.
Todo había fallado.