Muy de tarde en tarde me sucede algo espeluznante. Lo peor de mi pasado parece hallar un camino secreto o una grieta oculta por la que pasar hasta el presente y empieza a desembarcar en batallones, sin cesar, a lo largo de las horas del día. Mis errores, mis miedos, mis oscuridades empiezan a rodearme, se conjuran y, riéndose de mí, comienzan una danza maligna a mi alrededor. En días así, el anochecer me encuentra abatido y aterrorizado ante lo que se me muestra como una vida hecha de casualidades, con la “casi certeza” de que todo lo que me ha salido bien -o no ha terminado de salirme mal- ha sido siempre gracias a otros, o a carambolas en las que he tenido poco o nada que decir. Todo lo que he vivido y he hecho parece el preludio de un fracaso atroz que está por abatirse sobre mí y aplastarme en cualquier momento.
Y en esa situación de tristeza y oscuridad me hallaba la tarde del 26 de julio de 2019 después de haber visto carcajearse ante mí todos esos viejos demonios. Recuerdo que estaba en la cocina cuando, de pronto, entró mi hijo Mateo –año y medio de edad, ojos azules, ni un metro de altura–. Sin mediar palabra me señaló, sobre la encimera, la fuente en la que se amontonaba una apetitosa montaña de bizcochos de chocolate. Le di uno.
Con una sonrisa inmensa, Mateo contempló el tesoro de chocolate que tenía en las manos dejando escapar un murmullo de entusiasmo absoluto, a medio camino entre un grito de júbilo y un gruñido de sorpresa, celebrando que tanta suerte y tanta felicidad fuesen posibles al mismo tiempo.
Luego me miró como si yo fuese tipo más maravilloso que había conocido y salió de la cocina llevando el bizcocho ante sí, como una joya de valor incalculable. Caminó hasta el centro del jardín, se tumbó en el césped, cruzó sus diminutas piernas y en esa postura -apoteósica en un niño de año y medio- se fue comiendo el bizcocho mirando al legendario cielo azul de Madrid y las nubes algodonadas del verano, que jamás habían flotado sobre nadie tan dichoso.
Y en ese momento supe que todo estaba bien: que mi misión era estar ese día a esa hora allí para darle a Mateo ese bizcocho. Para ver a ese Hombre perfecto y lleno de bondad, verdad y belleza, tumbarse en medio de la Creación, mecido por la brisa estival y mirando al Cielo, zampando bizcocho mientras veía a los ángeles de Dios revolotear sobre él.
Y entonces sentí que todos los males, miedos y angustias que me cercaban corrían a esconderse. Porque lo demás puede ser opinable –o no–, pero la verdad es que Mateo es mi hijo y si estaba allí comiendo bizcocho esa tarde era gracias, en gran medida, a todo mi pasado turbulento y lleno de empates, del que había salido arrastrándome malherido, después de años de ser golpeado y lanzado de aquí para allá, en una trama oscura plagada de capullos que sólo en ese momento logré entender. Yo solo era un actor secundario: el padre del verdadero protagonista. Y –no sabría transmitir este sentimiento con exactitud– me gusté así. Me complací, porque haber servido para poner a alguien tan asombrosamente maravilloso a comer bizcocho en los jardines de nuestro Mundo me convierte en alguien digno, justifica mi existencia y me hace infinito. Y dirán de mi: «él era el padre de Mateo, el niño que, en la tarde del 26 de julio del año de Gracia de 2019, comía bizcocho como lo hace el dueño de la Creación, contemplando el Cielo de Madrid, tumbado en el jardín, con las piernecitas cruzadas igual que un Ministro».
Y constaté que a mi alrededor ya no había por ningún lado miedos, tristezas, ni errores pasados, ni gaitas.