Desde las fauces de China
Evidencias ocultas al borde del abismo
20 de octubre de 2020
20 de octubre de 2020
Una aplicación china de compra online ofrece una cámara de vigilancia en alta definición, con visión nocturna, avisos de detección de movimiento al teléfono móvil (desde el que se puede orientar la cámara y gestionar muchas funciones “vía Wifi”) y su envío desde Xiamen (China) a Madrid por sólo 27 euros.
Imaginemos que queremos fabricar y vender ese aparato -o uno a su altura- en España. Necesitaríamos un equipo de técnicos españoles en -digamos- un polígono industrial en Argamasilla de Alba, a elaborar y ensamblar las cámaras, los sensores, el sistema Wifi, la programación de la aplicación para el móvil… Ahora sumémosle el coste de instalaciones y maquinaria y, a eso, la inversión para adquirir piezas de terceros; añadamos ahora los salarios, las cotizaciones a la Seguridad social, los impuestos locales, autonómicos y estatales, los varazos burocráticos (notarios, registros mercantiles, patentes y marcas, etc.). Al final tendríamos el mismo dispositivo pero para conseguir apenas cubrir gastos, nunca podría venderse por menos de 300 euros. A pocos kilómetros, un comprador en Arenales de San Gregorio preferirá comprar diez dispositivos chinos por el precio de uno solo español, y así la fábrica de Argamasilla cerrará y la empresa manchega se habrá ido a pique antes del primer asalto.
Que no hay prácticamente ningún ámbito del mercado en el que haya suficientes posibilidades de competir contra los chinos ya es algo incuestionable. Ellos fabrican y venden cualquier cosa por una décima parte de lo que costaría en cualquier otra parte del mundo. ¿Cómo lo han conseguido?
Ha sido un proceso lento: la República Popular China es el único régimen comunista que puede presumir de haber triunfado. Hoy China se alza como la gran beneficiada del abominable concúbito de dos de las corrientes ideológicas más devastadoras que vieran los siglos: el relativismo teórico (casi vacío, más bien) sobre el que se levanta el comunismo chino, y el materialismo práctico más despiadado -cimiento imprescindible del capitalismo liberal y dogmático que domina a Occidente con un estatus cuasi religioso-.
Lógicamente el comunismo ha sido un elemento esencial. China consigue fabricar diez veces más barato porque, en el proceso de producción, prescinde de todo gasto ligado a la dignidad de las personas y de su trabajo, vulnerando los derechos y las condiciones laborales más elementales. La República Popular China tiene literalmente estabulados a cientos de millones de seres humanos en auténticas junglas industriales donde la jornada mínima es de 12 horas, no existen los días festivos, se eliminan las consideraciones de tipo individual -que se gestionan en bloque para la comunidad desde el politburó-, los trabajadores o dueños de un negocio lo son de manera provisional y por concesión expresa del Estado y su margen de beneficio, normalmente, se mide en céntimos. Todo movimiento del régimen comunista chino para mostrar frente al Mundo una humanización de ese infierno (por ejemplo, las regulaciones de 2008 del mercado laboral -contrato de trabajo, mediación y arbitraje y promoción del trabajo-), se han revelado puro teatro de cara a la galería internacional y han quedado en papel mojado (el salario mínimo mensual en China se fijó en 2020 en lo equivalente a 271 euros mensuales y el grueso de la población no llega a 180 euros al mes). Y en ese sistema bestial de explotación de personas nadie tiene la opción de plantear cambios o resistencia de ninguna clase -a menos que quiera acabar con toda su familia en una mina al pie de las montañas Taihang -para luego desaparecer-. A esto podemos añadir una característica falta de escrúpulos -intrínseco a la ausencia de valores-: es frecuente verles infringir leyes de marcas y patentes, plagiar o emular invenciones y creaciones que resultan -no pocas veces- en auténticas chapuzas. Y vaya usted a quejarse.
¿Alguien podría concebir la fábrica de Argamasilla de Alba -o cualquier otra en España- funcionando sin días festivos, sin seguridad social, sin vacaciones, con horarios de 16 horas, sin garantías ni protecciones laborales de ninguna clase, sin opciones ni alicientes para promocionar?
El precio imbatible de los artículos chinos se consigue, pura y simplemente, a costa de un descomunal sacrificio de sangre, libertad y dignidad humanas.
Pero para triunfar así, a China no le bastaba con tener sometidas a millones de personas dentro de sus fronteras: necesitaba a otro actor de igual o peor catadura moral, dispuesto a comprar sus frutos malditos. Y ahí entra occidente con su liberalismo capitalista, cuyo fin es el beneficio, que justifica todos los medios. De esta forma, si el comunista pide 27 euros por una cámara y el de Argamasilla de Alba pide 300, el capitalista liberal no dudará ni medio segundo en comprar al comunista. Pagará los 27 euros y en Xiamen la maquinaria demoledora del sistema de producción seguirá haciendo girar sus gigantescas y sombrías ruedas, de las que caerán dos céntimos en el bolsillo miserable de las familias que fabricaron la cámara.
Dejemos pasar unas décadas con esa simbiosis y ¡voila! Ya tenemos el monstruo: el régimen comunista chino, erigido sobre las cenizas de la dignidad de miles de millones de sus propios ciudadanos, como un coloso de riqueza y poder absolutamente imbatible en un mundo en el que el tejido industrial que sustentaba a las demás naciones ha ido desapareciendo o debilitándose a base de depender directamente de los medios chinos.
Hasta ahora, en occidente esta situación preocupaba en el plano puramente teórico porque el régimen totalitario chino desplegaba sus espeluznantes efectos dentro de sus fronteras: sólo los desdichados miembros de esa “república popular” sufrían directamente para fabricar todo tan barato.
Pero asistimos hoy al sombrío amanecer de una nueva realidad global: China mira al Mundo y va tomando consciencia de que puede ser suyo: a su alrededor ya apenas hay quien pueda hacerle frente. Al este y al oeste todos dependen ya de ella, sus arcas revientan de riqueza, dispone de mil cuatrocientos millones de siervos nacidos y criados en megalópolis de fábricas inhumanas y que no conocen ni quieren una vida diferente. En su cabeza sólo hay una idea grabada a fuego: individualmente no son nada, no tienen dignidad, ni valor, ni poder, solo son una parte microscópica y sustituible del Estado.
En el resto del mundo empieza a percibirse el pánico. Los mercados bursátiles de todo el mundo (caso notable el de España) son devorados literalmente mediante operaciones gigantescas de inversores chinos con crédito ilimitado. En pocos segundos, empresas que llevan décadas siendo pilares de la economía de un determinado país pasan a ser propiedad china. Al mismo tiempo, inversores y empresarios chinos grandes y pequeños florecen en esos mismos países, donde -¡oh paradoja!- contratan trabajadores locales -más baratos y con “los papeles” en regla- (hay muchos madrileños trabajando en las tiendas del polígono industrial “Cobo Calleja” a las órdenes de pequeños empresarios chinos).
Es imposible competir con China en el libre mercado. Occidente ha caído en la trampa. Europa y América han intentado jugar a dos bandas: por un lado compraban y enriquecían a los comunistas chinos, por otro, se llenaban la boca con derechos y la dignidad humana de los trabajadores –a los que también cosifica–. China no ha cometido ese error y el individuo -al margen de su exiguo valor como miembro de una masa gregaria de proletariado sumiso- no le importa absolutamente nada.
La gravedad de esta situación geopolítica impone dos obligaciones al mundo occidental: tomar consciencia de la gravedad de la situación y acometer con decisión alguna de las opciones que quedan para evitar caer irremisiblemente bajo el dominio de China.
En cuanto a tomar conocimiento de la situación, hay señales de que está siendo así: entre 2016 y 2020 Estados Unidos ha tomado durísimas medidas en sus relaciones comerciales con China, destacando la política arancelaria y fiscal encaminada a forzar una competencia comercial en pie de igualdad. Todo occidente debería haberse movido en esa dirección aprovechando la política de la administración Trump. Pero la Unión Europea ha demostrado una inopia absoluta en ese sentido. América del sur tampoco parece despertar y Oriente próximo padece un letargo parecido con gran parte de su petróleo y de su minería en manos chinas. En cuanto a África, todo lo que allí tiene o adquiere algún valor es rápidamente comprado por el coloso asiático a precio de ganga.
Ya es innegable que China está embarcada en una gran campaña de dominio global y deben acometerse decididamente las medidas para evitarlo. Y para eso debemos hacernos una pregunta: Un régimen ideológico y económico como el de China, capaz de someter a sus propios súbditos y reducirlos a medios de producción ¿Qué no estará dispuesta a hacer con los ciudadanos de otros países para realizar sus planes?
Es muy reveladora la pandemia del "coronavirus de Wuhan" y su misterioso encarnizamiento con Estados Unidos y Europa. No deja de ser extraño el contraste de la eficacia del estado chino en su contención… frente a la imperdonable torpeza de haber dejado libre ese patógeno homicida. Si alguien piensa que la pandemia de coronavirus es algo casual, que preste atención a lo rápido que se solucionará en cuanto hayan pasado las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre en EEUU.
Para evitar caer en las garras de China, las únicas opciones verdaderamente efectivas del resto del mundo se reducen a tres –y por el siguiente orden de acometida–:
La primera, la que ha emprendido Estados Unidos bajo la presidencia de Trump: la “respuesta comercial”, una restricción ad hoc del comercio con China. Ninguna nación debe permitir que su economía y sus medios de producción sean arrasados en una competición no equitativa y planteada sobre bases ilegítimas: si los chinos venden barato porque no pagan a sus trabajadores lo que dignamente merecen, no cabe permitir que los trabajadores de otro país vean hundirse sus negocios por esa causa. Habrá que imponer a los productos chinos aranceles y tarifas específicas, de forma que su precio sea semejante a los del mercado local. Para esto deberá establecerse la adecuada regulación jurídica dentro de los marcos de libre comercio, con previsiones especiales para bienes y servicios chinos incluidos o insertados en los productos locales. Además, al ser iniciativas nacionales, debe promoverse como política internacional para que a China le suponga un esfuerzo que esté obligada a considerar.
La segunda opción es aún más difícil de acometer que la anterior -casi utópica, pues exige un consenso internacional uniforme-: la “respuesta política” basada en un bloqueo diplomático e internacional severo que, a la larga, provocase en China un cambio de régimen político "desde dentro" que trajese a sus ciudadanos los derechos más básicos. Sin embargo, basta echar un vistazo a Venezuela para ver que, si ya en un pueblo que aún conserva memoria de lo que era antes de ser sometido al yugo comunista es difícil conseguir ese cambio o alzamiento, en un país como China –que no conserva esa memoria– ya es pura fantasía.
Finalmente está "la respuesta armada". Debe relegarse siempre a la última opción y mostrarse como la menos aconsejable, pero nunca obviarse. Todo esto ya sucedió en la Guerras Púnicas y que sólo terminaron cuando Cartago fue destruida -mutatis mutandi y sabiendo que China es mucho más abyecta que la patria de Aníbal-. Sería torpe pensar que hoy en día un conflicto armado con China es imposible. En este momento hay tres casus belli en el escenario internacional: más de un millón de muertos en el mundo por el coronavirus chino, mil cuatrocientos millones de personas esclavizadas bajo un régimen totalitario y -finalmente- numerosas tierras baldías, mercados exangües y futuros inciertos a causa del modus operandi de China. La opción militar exige una premisa moral (la libertad y la defensa propia) y un sustento económico y material que solo sería posible bajo la bandera de una coalición internacional muy amplia liderada por tres potencias que igualaran en recursos a China: EEUU, Rusia e India.
Y llegados a este punto, podemos seguir teorizando sobre la cuestión pero, sinceramente y de corazón, miro a mis hijos jugando en el salón y ceterum censeo Sinam esse delendam.
Rolf de Palma