Siendo niño –ah, tonto inocente- me imaginaba que ‘salir’ significaba ir con tus amigos a tocar la guitarra en la playa bajo la luna, ir a bailes elegantes, fiestas llenas de luz y chicas increíbles y guapísimas. Ahora sé que ‘salir’ es todo lo contrario: tocas todo menos guitarras; las fiestas tienen de todo menos luz –y por tanto no se puede ver si hay chicas- y por tanto tampoco sabes qué es lo que estás tocando.
Quizá suene como una recriminación de alguien ya viejo, desencantado y cascarrabias, que tras unas gruesas gafas de concha negras y oliendo a Álvarez-Gómez (puaj) arremete contra todo lo que no encaja en su esquema, forjado a finales del XVIII. Y aunque no soy viejo, sí estoy desencantado… al menos en lo que significa “salir”, que viene a ser el plan por excelencia de un 99% de la población “joven”, de jueves a domingo.
Estar con los amigos es necesario, es sinónimo de felicidad; es algo que se hace “per se”; el alcohol y todo lo que suele acompañar un rato festivo con nuestros amigos, se utiliza “per accidens”. Por eso el alcohol no es bueno ni malo; puede usarse bien y siempre ayuda a romper el hielo y a reírse. ¿Qué sería de nosotros sin la cerveza? Pero a partir de cierto límite la premisa cambia abruptamente. A partir de ahí no queremos romper el hielo; queremos partirnos por la mitad y quemar la ciudad. Se disloca el planteamiento: el alcohol se busca “per se” para ayudarnos con lo que pase “per accidens”.
Y de eso estoy hablando. De ese concepto de “salir” que significa ir a emborracharse de madrugada… y que sea lo que el dios del alcohol quiera. No importa que lo que pase sea bueno o malo, con tal de que sea divertido, excitante o novedoso: y ahí está la esencia de la decepción. No es que uno no se divierta. Lo decepcionante viene de la renuncia previa a muchas cuestiones “del mundo de las ideas” que pueden ser un obstáculo para muchas de las opciones que surgen una de esas noches cuando se está rodeado de personas completamente alteradas y desinhibidas por el alcohol.
El dios del alcohol pide, a cambio de la supuesta diversión y de las risas locas, que aparques al entrar todo lo que pueda llevar a plantearte si lo que estás haciendo es bueno o malo, es algo virtuoso o vicioso… en definitiva; lo que te lleve a pensar. El que piensa pierde. El alcohol y la neurona no congenian.
Porque, al entrar en uno de esos locales en los que la música (por así llamar a esa basura que emiten los altavoces) suena a un volumen que puede reventar cualquier tímpano, en una oscuridad sofocante y en la que un vaso de cristal con una bebida de opaca composición química se cobra a seis euros o más, o dejas de pensar o estás perdido.
Eso es “salir” hoy. Y es un coñazo. Recuerdo como memorable una noche de sábado que, en compañía de mis amigos, comenzó en un garito mugriento con ruido insufrible y alcohol de garrafa: en cierto momento, tocados por no sé qué sensatez impredecible en unos venados como nosotros, decidimos irnos todos a casa de uno y seguir allí, hablando y riendo hasta las 8 de la mañana con música suave de fondo. No recuerdo haberme reído tanto en mi vida. Y quiero decir reírme de verdad, no por estar borracho.
Y no es algo puntal, de barrios marginales o de hijos de millonarios. La situación se muestra en toda su crudeza en el momento en que la inmensa mayoría de los que "salen" son absolutamente incapaces de concebir el fin de semana sin acabar borrachos en alguna esquina a altas horas de la madrugada: no es imaginable. Es el único plan posible. Es el único plan que han hecho desde que tenían 17 años.
Ya sé que nadie me lo ha preguntado, pero me jode profundamente ver todo ese potencial, toda esa sangre joven, con toda su pasión, sus sueños, sus esperanzas, su inconformismo, su coraje…hundiéndose en un mar de alcohol que nubla las potencias, convierte a los hombres en gusanos, a las mujeres en esperpentos y consigue que esos años que van de los 18 a los 28 sean un proceso de aborregamiento en el que no se puede concebir otro plan mejor que ir a pillarse un 'pedo'.