"Minuit, chrétiens, c'est l'heure solennelle,
Où l'Homme-Dieu descendit jusqu'à nous"
Por un Don del que me reconozco indigno, estoy entre quienes, el 25 de diciembre, celebran el nacimiento de Dios-hecho-Hombre. Y esa Navidad genuina me llena de una felicidad desbordada, absolutamente racional, tangible e irrebatible: lo mismo que la lluvia para un suelo seco y agrietado por el sol durante todo un año. Y aunque eso no hace que me sienta superior a nadie, sí me hace más afortunado.
Y por ese motivo, incluyo a todos sin distinción -tanto a los que tienen el don inmenso de tener por Verdad lo que se rememora la noche sagrada de la Navidad, como a los que, por el momento, no tienen esa suerte- en mi plegaria navideña:
Oh, Niño Dios;
Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob;
Que haces al que ve y al que no ve;
Que escribiste el Cosmos infinito en “cero coma” y lo mantienes amorosamente en el Ser;
El Dios de mis padres, el Dios de mis hijos;
El Dios de mi casa y de mi Pueblo (entendido como “populus”, “genus”, “gens”).
Tú, que inventaste a mi mujer;
Tú, el de los profetas y los mártires;
Tú, que nos sacaste de Egipto;
Tú, que vuelves a las monjitas indestructibles;
Tú, el Dios marginado por Facebook, por los Doodles de Google y por la tele.
Tú que, hecho Hombre y envuelto en pañales, eres arrullado por la Santísima Virgen María con su voz inmaculada en esta divina noche, mientras tus mensajeros, los Ángeles, anuncian a los hombres la llegada de su Salvador: la hora solemne de su liberación:
Te ruego para que me bendigas a mí y a mi familia en este nuevo año.
Y a mis amigos.
Danos sabiduría y fortaleza para alcanzar la Salvación que nos traes.
Que no perdamos el rumbo en medio de los éxitos e infortunios de esta vida efímera y caduca.
Danos salud, pasta y trabajo a mansalva.
Protégenos de nuestros enemigos, de los que nos matan o dañan
pervirtiendo tu nombre: conviértelos con el don feliz de las lágrimas y el perdón
(y si no quieren, hazlos fosfatina; que ardan como teas).
Envía los siete dones a los que piensan que la Navidad y tú sois algo incierto y lejano, un cuento para meapilas, o una leyenda como Star Wars o Cenicienta: inflama sus espíritus, hazlos despertar y que puedan contemplar la Verdad (esos molan, Oh Dios: paniaguados insípidos que de pronto conviertes en un Newman, un Frossard, una Stein, un Chesterton).
Y al final, llévanos contigo al Paraíso.
A todos.
Amén.