Luke Skywalker y Darth Vader están en el centro de mi infancia más luminosa y feliz, luchando sin descanso con sus espadas de luz ante mi asombrada mirada. Entre los 80 y los 90 descubrí que yo no era un Jedi; intenté mover objetos de varios tamaños utilizando la Fuerza, pero la Fuerza me ignoraba y yo acababa lanzándolos lejísimos con las manitas y la fuerza puramente 'newtoniana'.
A mediados de los 2000 sufrí la decepción cósmica –nunca mejor dicho– de la nueva trilogía (Episodios I, II y III), constatando que a George Lucas la Fuerza también había dejado de acompañarle. Igual sucedió con "Episodio VII", que me pareció artificiosa y forzada. Por eso, cuando escuché que se estrenaba «Rogue One: una historia de Star Wars» sentí pánico. Como para Vader en "El Retorno del Jedi" para mí ya era demasiado tarde; cansado y desilusionado no esperaba ya de ninguna nueva entrega Star Wars el regreso a los orígenes, la sensación de estar "en casa".
Antes de ir a verla, intenté provocarme un vacío emocional leyendo críticas, convencido de que serían durísimas. Pero allí encontré amor y odio. Los términos eran absolutos: "apoteósica" decían unos; "trepidante", afirmaban; "triunfante". Otros –los menos– hablaban de "bodrio" o del "epílogo de una saga agonizante". El caso es que fui a por lana y salí trasquilado, porque en lugar del vacío y la asepsia emocional conseguí entrar en el cine timorato y abrumado: todo presagiaba una nueva sarta de puñaladas en lo más tierno de mi corazón de fan. Casi me arrepentí de estar allí cuando se abrieron las cortinas de la sala y comenzó "Rogue One", sin fanfarria y sin letras flotando en el espacio.
Pero una hora después, en plena película, el milagro se había obrado: yo lloraba y reía sin poder contenerme. Al acabar, me arrastre a la taquilla entre lágrimas de gozo, compré otra entrada y volví a verla.
Al fin. Al fin, al fin ¡al fin! Señoras y señores, sí. Sí. Sí: aquí está. Es trepidante. Es triunfante. Es emocionante, es inspiradora. Es apoteósica, poética, lírica y épica; es brutal y conmovedora, sencilla y bella. No es perfecta ni quiere serlo, pero en las cosas hermosas hasta los defectos (que en este caso son puramente técnicos –incluyendo un nuevo intento fallido de regenerar digitalmente actores desaparecidos–) acaban añadiendo encanto: y eso es lo que le sucede a Rogue One, que se alza ya como un clásico y triunfa donde las cuatro películas anteriores fracasaron. No bastaban las letras iniciales flotando en el espacio, ni la imponente música de John Williams, ni los jedis, ni la ILM. No. Hacía falta más: hacía falta cariño por el legado recibido y también inspiración, para enriquecer el mito. Y el puñado de entusiastas que han hecho esta película ha estado a la altura: lo ha logrado.
Sus creadores sabían que en las butacas tendrían un público envejecido, cansado y desencantado. Por eso optaron por contarnos una historia que todos conocíamos ya, porque la habíamos leído innumerables veces en los tres párrafos que iniciaron la saga en 1977: “Es un periodo de guerra civil…”
Rogue One va mejorando a cada minuto y acaba estallando en una mezcla final de épica y lírica, poniendo al espectador frente a sí mismo. De niño uno cree que el bien del mal, como verdades antagónicas, serán siempre fácilmente distinguibles, como las espadas de Luke y Vader, como las naves o los ejércitos del Imperio y las de la Alianza Rebelde, que en la vida unos van de negro y otros de blanco y siempre va a ser sencillo y rápido distinguir cada bando antes de ponerse a pelear.
Rogue One viene a recordar que eso no es así y desempolva una lección que la vida nos reserva para los capítulos más duros: que los peores obstáculos suelen ser los que te ponen los buenos, que en nuestro camino encontraremos la confusión, el miedo, la inacción –y hasta oposición– de esos "buenos". Son encrucijadas dramáticas en las que no cabe más opción que tomar la iniciativa y asumir el riesgo en solitario, jugándolo todo o casi todo a una sola carta. Rogue One nos anima a identificar el mal y alzarnos contra él sin dudarlo, porque “la pregunta que hay que hacerse no es sobre las probabilidades, sino sobre las alternativas” sin olvidar que “las rebeliones se basan en la esperanza y nos obligan a aprovechar las oportunidades una tras otra hasta vencer... o hasta que se acaben”.
No hace falta ser ningún fanático de Star Wars para caer cautivo de lo que nos cuenta este canto prodigioso. Y menos en los tiempos que corren, cuando hasta los defensores del bien parecen disolverse sin remedio en el silencio, el miedo y la inacción. En estos momentos excepcionales Rogue One nos recuerda que si no hay nadie desembarcando y luchando en determinadas playas de nuestro desdichado mundo... es porque tú no lo estás haciendo.
Star Wars, la fábula sobre la esperanza y la redención, ha vuelto.
En boca de Cassian Andor os digo a todos: bienvenidos a casa.