En el cine pocas veces se consigue crear un personaje medianamente creíble. Y cuando se consigue, raramente es un personaje que nos gustaría tener a nuestro lado. De ahí se deduce que en contadísimas y excepcionales excepciones vemos en la pantalla un personaje del que podamos decir: ¡Oh…Ojalá estuviese aquí! ¡Ojalá saltase de la pantalla y viniese a saludarme y pudiésemos hablar un segundo…!
Hoy quiero poner aquí uno de esos casos en los que todos estaremos completamente de acuerdo: Mary Hatch. Si alguno no sabe de quien hablo, es que no ha visto “Qué bello es vivir”. Y si alguien la ha visto y piensa que no es buena película, o sabe quien es Mary Hatch y no coincide con mi opinión, que deje de leer esto; tiene cosas más urgentes que hacer, por ejemplo: ir al médico, o comprar una soga.
Mary Hatch es una mujer como no ha habido ni habrá otra en la historia del cine. En ella se junta todo lo que se podría desear de una muy buena hija, de una muy buena madre, de una muy buena novia, de una muy buena esposa; sin estridencias, sin dar sensación de artificialidad; una persona excepcional de pies a cabeza.
El papel fue encarnado por la actriz estadounidense Donna Reed. Antes de empezar a rodar, Frank Capra estuvo a punto de seleccionar a Ginger Rogers. Afortunadamente no fue así, porque casi al comenzar el rodaje, Capra encontró a Donna y le dio el papel. No tengo nada contra Ginger ni contra sus taconeos; pero si hubiese sido ella la protagonista habría sido metafísicamente imposible que surgiera Mary Hatch. Por fuera Mary Hatch coincide al cien por cien con Donna Reed. (Para quien no la conozca debo decir que esto equivale a afirmar que es, sin duda, una de las diez personas más guapas que ha pisado la tierra a lo largo de la historia de la humanidad).
Andaba por los trece años de edad cuando vi “Qué Bello es Vivir”. Al acabar, yo, que estaba seguro de que sería en breve piloto de combate, me sorprendí llorando como una vulgar adolescente con problemas psico-afectivos. Tras ver la película, anduve dos o tres días en estado comatoso por los pasillos de casa, dando suspiros tremebundos. Una y otra vez me pasaban por la cabeza distintas imágenes de Mary Hatch. Sufrí mucho, porque en mi vida muy pocas veces había deseado tanto conocer personalmente a alguien teniendo la certeza absoluta de no ir a conseguirlo jamás. Y en ese momento yo tenía esa horrible certeza, pues nos separaban muchas cosas. Lo primero que nos separaba era la realidad: Mary Hatch era un personaje ficticio y yo, hasta donde sé, soy real. Lo siguiente que nos separaba era la vida. Creo que Donna Reed ya murió. (Debo dejar de escribir unos segundos, discúlpenme. -Estaré bien enseguida).
Otro muro infranqueable era el tiempo. Ella estaba –está– en 1946 y yo en 1991. Y la edad: ella tenía dieciocho veinte, veintiséis años…yo sólo trece. Para acabar de arreglarlo, ella estaba lejos: en Estados Unidos y yo en España. Mucho dinero en avión...
No obstante, la busqué durante mucho tiempo; la busqué un poco entre las amigas de mi madre y la busqué también entre las amigas de mis hermanas. Huí, espantado por los resultados.
Así, sabiendo que estaríamos irremediablemente separados, intenté relegarla al olvido rápidamente. Fue difícil, porque ella aparecía sin pedir permiso, al son del villancico que corona el final de la película: “Hark! The herald angels sing”, cantado a mil voces. Pero cualquiera que me conozca sabrá que cuando me empeño en alguna empresa de carácter destructivo, suelo conseguir los objetivos con extraordinaria eficacia. Conseguí ir olvidando a Mary Donna Hatch Reed.
Por una maravillosa desgracia, la película en cuestión es una obra maestra (esto hace rugir de rabia a bastantes idiotas, lo siento por ellos) y suelen ponerla en televisión cada navidad. No tardé en reencontrarme con Mary Hatch. Fue varios años después, una tarde de diciembre. Yo estaba ya algo adormecido a causa de lo insustancial que brotaba de la pantalla de la televisión. En un momento dado, apreté el botón del mando a distancia y sin previo aviso, apareció, fulgurante, desconcertante, maravilloso, un primer plano inconfundible de Mary Hatch. Fue como una sorpresa, como un regalo inesperado que me hizo rugir el corazón de emoción. ¿Cómo sabía ella que yo estaba viendo la televisión en ese momento? -“¡Hey Mary!…¿qué haces aquí?” -dije mirando hacia la televisión. Mi hermano pequeño, que estaba conmigo en la habitación, me miró asustado. Disfruté otra vez de Mary y de la película hasta el final. Al acabar quedé sumido otra vez en un estado de profunda ansiedad. Entonces comprendí que mi empeño por olvidar a Mary y a George, era completamente inútil. Me rendí (pocas veces me he rendido con tanto placer) y desde ese día vuelvo a Bedford Falls con frecuencia y creciente ilusión. Regreso junto a Mary y junto a George y me quedo allí en silencio, vibrando de emoción, bajo esa nevada y esa noche eternas en las que comprendo otra vez, con renovada alegría, que vivir es verdaderamente maravilloso.
Quizá alguno no ha visto la película de la que hablo. No es una historia nada complaciente (como dicen algunos hipócritas que se niegan a mirarse por dentro y a su alrededor después de verla). Es un drama de los más duros que se hayan filmado nunca. Hay una escena en la que ella, vestida con un albornoz y su novio –George Bailey (encarnado por su majestad Jimmy Stewart)– vestido con un ridículo traje de fútbol de finales del XIX, caminan de noche por la calle, después de una fiesta y se hacen novios sin decirlo expresamente ni él, ni ella, ni Frank Capra, ni nadie: pero lo misterioso es que el mundo entero sabe que es así. En otra escena, ella, con un ingenio y un temple digno de varios miles de sonetos consigue que George le pida el matrimonio. Otra secuencia impresionante se desarrolla nada más empezar la película. Siendo Mary Hatch una niña, entra en la tienda donde trabaja George Bailey, también niño, que está sordo de un oído y le dice (muy bajito y por el lado sordo) que le amará hasta la muerte. Aprovecho para agradecer a Frank Capra esta escena, que me quitó la espina que tenía clavada desde que Tom Sawyer besaba a Becky Thatcher y luego le decía que ella no era su primera novia, lo que me obligó a rociar de alcohol el libro y quemarlo inmediatamente con gran enfado.
¿Y qué me dicen del desaprensivo de Frank Capra? ¿Se puede torturar a la humanidad a sangre fría como él lo hace con el primer plano de Mary que dice, sonriente, “Welcome home, mister Bailey”?
Al final de la película, Mary Hatch es un despilfarro de humanidad. Cuando su George ya está desesperado y ella es fuerte y tierna y comprensiva y dulce y diligente y todo. Cuando todo está perdido, cuando la solución es imposible, cuando el horizonte se ha cerrado por completo y el suelo desaparece convirtiéndose en un abismo, la única luz que parpadea es la de Mary Hatch.
Y todos nos ahogamos de angustia cuando -casi al final de la película- se apaga esa luz. Es horrible, porque cuanto más quiero ver ese final, más difícil me resulta por culpa de las dichosas lágrimas, que lo empañan todo, cumpliendo al pie de la letra lo que decía Tolkien de la Eucatástrofe; el inesperado final feliz que nos hace saltar lágrimas de alegría.
Mis lágrimas con “Qué bello es vivir” son crónicas y progresivas. Desde el primer momento de la película, se me llenan de lágrimas los ojos. No es una exageración. La primera imagen que aparece es un cartel que dice: “You are now in Bedford Falls”; es sólo un cartel en medio de una calle, de noche –nochebuena- en la que nieva intensamente y hay un silencio sereno e impenetrable. Pues bien; en ese momento ya se me estremece el corazón de la emoción. A los pocos segundos, van saliendo, también en silencio y en medio de la nevada nocturna, distintas calles y casas, mientras se oyen las voces de personas que están en ellas, rezando. Es navidad. Piden por un hombre que es su amigo y que esa noche está pasando el peor momento de su vida. Por lo que dicen en sus plegarias es alguien excepcional que se halla en una auténtica tragedia, justo en nochebuena. Las distintas voces van elevando sus rezos, hasta que aparece, en contrapicado, en la noche, bajo la lluvia de nieve, una casa grande, con la chimenea humeante. Es entonces cuando se oye la voz de Mary por primera vez. Suena distinta a todas las demás. Muy bajito, muy serena, con un temblor inexplicable. Y dice la siguiente frase:
-I love him, Dear Lord. Watch over him tonight .
En ese momento preciso siempre se me rompe algo dentro y empiezo a llorar en silencio, en medio de una gran emoción, mientras halago con horribles insultos a Frank Capra… A alguien maravilloso le está pasando algo horrible esa noche…pero hay alguien también maravilloso velando por él. Ha comenzado “It´s a wonderful life!”. Si hay más gente en la sala, viendo al película, intento disimular la emoción tapándome la cara con las manos, o mirando al techo y haciéndome el distraído. De hecho, todas las navidades repito el mismo numerito. Y como voy siendo algo mayor, causo vergüenza ajena. Lloro por lo genial de la película…y por que sé que jamás podré estar un ratito con Mary Hatch para pedirle algunos consejos y contarle lo bien que sale en la película.
Pero antes de acabar debo reconocer que tengo un as en la manga: esta horrible historia mía con Mary Hatch no ha acabado. Hoy pido que también tenga un final feliz, una eucatástrofe. ¿Puede ser así?-preguntará alguno. ¡Sí! ¡puede! Es cierto. Al final, quizá podré encontrarla y sentarme a hablar con ella un par de minutos. No sé si con Mary Hatch, pero sí al menos con Donna Reed. De eso estoy seguro. No es Mary Hatch, pero es todo a lo que puedo aspirar con realismo. Algo es algo. También felicitaré de palabra a Frank Capra. Pero claro, esto será en otro momento, no sé cuando. Aunque entonces, el brillo de Mary Hatch quizá no contraste tanto con lo demás…
Hasta entonces, tendré que seguir sentándome en la última fila cada vez que pongan la película, para llorar a mis anchas como un imbécil –experiencia que aconsejo rabiosamente a todo el que lea esto.