A la patológica afición de la izquierda a abrir tumbas y sacar cadáveres (antaño ejecutada por milicianos oligofrénicos y hoy por ministros en funciones -importante matiz sobre su legitimidad democrática- durante sus desayunos del Consejo de turno, mientras comen churros) y a la vergonzosa “espadita de plástico que venía con el periódico” a que ha quedado reducida la de la Justicia del Tribunal Supremo -merced a su cobarde torsión de sutilezas administrativistas para fundar sus sentencias- les ha salido al encuentro un monje benedictino y les ha sacudido en la boca con la Constitución (artículos 9 y 96, concretamente).
A alguno la respuesta del prior le sonará a lo que podría estar ansiando desde siempre la cabeza del Gobierno socialista en funciones que, aunque abandonado a su pulsión repugnante abrir tumbas y sacar muertos, busca en esta caza un trofeo mayor que la simple humillación al cadáver de Franco: el Concordato entre España y la Santa Sede, (cuyo artículo XXII y su remisión al canon 1160 CIC ‘17 -hoy 1205 a 1222 CIC ‘83- invoca el prior) y -de paso- el precedente de una sutil modulación de la libertad religiosa vía decretazo. Y son esas dos realidades (el ordenamiento jurídico y la libertad) -y no el hecho de que el cadáver sea de Franco o de Piluca- los elementos que, a un tiempo, fundan y defiende con toda sensatez jurídica la serena prohibición del monje.
A priori yo voy con el prior. Y no es un juego de palabras: creo firmemente que tiene razón. Y además me cae simpático de puro valiente porque, se le ve sabedor de que todo esto le va a pasar por encima y le va a destrozar y aun así sale a la arena del circo con una paz y un aplomo parecidos a los que debíeron mostrar los protomártires, plenamente conscientes del desenlace inevitable en las fauces del león.
A un lado el prior tiene a los ministros en funciones socialistas del PSOE, partido que, allá por los años 30, mataba a tiros en las calles a monjes y monjas para, acto seguido, hacer “chorizo de monja” con sus tripas -antes de que viniese precisamente el finado y los echase a palos-. No va a encontrar allí buena voluntad.
Al otro lado tiene a la jerarquía y diplomacia vaticana, que quizá no esté en su momento de mayor lucidez pero, en cualquier caso, obligada a sopesar qué es mejor para las almas en semejante trance, sabiendo que el asunto se confunde con salpicaduras pseudo-políticas que no le competen. Tampoco le será fácil encontrar apoyo ahí.
Desde el ángulo técnico, los que tenemos formación jurídica asistimos asombrados al numerito. El Tribunal Supremo, máximo exponente del tercer poder del Estado, abandonándose en los brazos de un ejecutivo menguadito y en funciones, sentenciando que es jurídicamente admisible entrar en una iglesia a abrir una tumba sin mas necesidad real, social, legal o democrática que la decisión unilateral de un Gobierno en funciones, sin manifestar nada respecto al peligrosísimo precedente que supone este escupitajo a un Acuerdo Internacional vigente y a la Constitución que lo legitima como manifestación de un Derecho Fundamental de los españoles (el de libertad religiosa) porque “oh, vaya, es que no forman parte de la litis” –de traca, señorías, de traca–. Quizá les sirva a los magistrados reflexionar sobre la perplejidad con que nos contempla hoy el resto del Mundo, que, estupefacto, nos ve sacando muertos de sus sepulturas armados con decretos-leyes con manchas de churros y sentencias del Tribunal Supremo (quizá –piensan– por miedo a que el muerto termine por despertarse y algunos tengan que huir otra vez allende los Pirineos a esconderse en los cines “x” de Perpiñán, como hacían cuando el dictador aún coleaba).
Pero que nadie se engañe. Esto no tiene nada que ver con Franco. Tiene que ver con la libertad y con la democracia. Y el hecho -superfluo a mi juicio- de que los huesos sean de Franco desvía la atención de lo importante: solo unos pocos -entre otros, el prior- ven que, en este momento, todo va adquiriendo un tinte funesto. Aquí el protagonismo no lo tiene un muerto: lo tiene la muerte, señores. Aquí hay una muerte histórica.
Y las fechas se prestan a un simbolismo tenebroso. En vísperas (triste coincidencia) del 12 de octubre, día de la Hispanidad. En vísperas del oprobioso momento en que el españolito irá por enésima vez a las urnas (palabra que también que va tomando tintes fúnebres), para votar a alguno de los candidatos que integran la clase política mas mediocre y nefanda que vio este país (y en España eso es decir muchísimo).
Espero que el prior gane in extremis porque Dios así lo disponga y se evite la paradoja histórica que parece estar por acontecer cuando veamos sacar los huesos de un dictador muerto y en su lugar, meter y enterrar la Constitución del 78, pisoteada, junto con su sistema democrático -bloqueado, gastado, saqueado e inerte-, sus jueces abrazando al ejecutivo en funciones, los secesionistas babeando al fondo... y un Pueblo adocenado, aturdido por la cuadrilla de oligarcas de los mass media y despreciado por sus gobernantes, apoltronado frente a la tele con el corazón indolente, la mente en blanco (y los bolsillitos casi vacíos). Un pueblo más cadáver que los restos del susodicho dictador.
Pero pase lo que pase, acabe como acabe este acto, la Historia se repetirá. Y dentro de un tiempo, la figura del prior (que casi seguro será aplastado por estos valientes) será el refugio anónimo de todos los que hoy callan cobardes. El prior es el que salva el honor a toda una generación. Como la cabeza seccionada de Sophie Scholl rodando a los pies de Hitler, que permite a los alemanes decir hoy que “no todos éramos nazis”.
Algún día cuando mis hijos me pregunten sobre estos momentos trascendentales, podré contestarles con orgullo:
–Y en aquellos días de oscuridad y temor, cuando el Gobierno en funciones y los Magistrados del Tribunal Supremo pisotearon la Constitución y la democracia ¿nadie se opuso?
–Sí hijo: un prior y yo.