I
Mediodía. Primavera. El sol atraviesa las hojas de los árboles y llena el césped de manchas luminosas. Los niños corren entre risas, las mujeres hablan animadamente sentadas sobre sus faldas coloridas; aquí y allí los hombres caminan plácidamente por los prados. Todo es dicha. Todo es paz. No sería un disparate asegurar que las penalidades de los meses anteriores, la oscuridad del invierno y las guerras de los antepasados iban encaminadas sólo a permitir este momento.
Pero al recorrer esta escena con la vista se percibe algo que no encaja: Un hombre fuma nervioso, a solas, junto a un árbol. Está a una distancia sensible del resto, parece no querer formar parte de ese escenario mientras observa en silencio toda esa felicidad bendecida por el sol. No es fácil saber si está triste, enfadado, decepcionado... pero chirría. A pesar de su chaqueta de color claro y de su aspecto impecable, no cuadra en el conjunto.
Ese hombre soy yo. En un momento dado, lanzo el cigarrillo al césped y lo piso. Tras echar una última mirada a esa gente, me dirijo con paso ligero hacia el club: una casa inmensa en medio de los árboles, con techos de teja y de una sola altura, llena de cristaleras y ventanales. Voy a paso rápido por el camino de piedra, cruzándome con algunos grupos de personas: unos caballeros que hablan ruidosamente, unos chicos y unas chicas que se persiguen entre carcajadas. Yo, ajeno a toda esa vida, a todo ese bullicio, acelero el paso hacia la casa. Debe hacerse.
Debe hacerse.
II
En la puerta me cruzo con un viejo amigo que me saluda con cariño. Qué contrariedad. Antaño querido, antaño buscado, hoy no es ya sino una sombra que sólo logra provocarme el más simple y pacífico desprecio. Pero él no es consciente de eso; cree que los lazos subsisten, que la amistad ha perdurado, que debe saludarme al cruzarnos en la puerta. Pero lo que va a pasar le da a todo su justa dimensión: no queda lugar para las farsas. Con acritud le digo dos frases que -lo sé- le van a destrozar. Me mira dolorido, desconcertado. No sabe que le acabo de hacer un favor. Aún le quedan unos minutos para darse cuenta de lo grotesco y ridículo de su existencia.
Continuó hacia el amplio hall y entro en una de las salitas que hay a la izquierda. La habitación está vacía. Es pequeña, con dos sillones, una mesita y una lámpara. Cierro la puerta a mi espalda. Estoy sólo. La ventana, abierta en la parte alta de la habitación, deja entrar las risas y las canciones desde los jardines.
Del bolsillo de mi chaqueta saco el cilindro de metal pulido, parecido a simple vista a un termo de café. Pero su contenido es siniestro, funesto, antinatural. Lentamente, con cuidado, giro las dos mitades y lo abro. Una de las partes va unida a una barra redonda y larga que emite una intensa luz azul fluorescente. La miro hipnotizado mientras la habitación se inunda de ese tétrico color con un zumbido apenas perceptible. Lo he ensayado muchas veces: introduzco la barra azul por el orificio que hay la base de la otra mitad del cilindro. Suena un leve chasquido y el botón que hay en la parte superior se ilumina de rojo. Justo debajo, en letras pequeñas talladas en el metal, puede leerse con claridad: "THERMONUCLEAR".
Sin pensarlo dos veces pulso el botón y empieza a parpadear.
Dejo el cilindro sobre la mesita, oculta tras la lámpara y salgo de la habitación.
Cinco minutos y todo habrá terminado.
III
Sé que ni siquiera yo tendré tiempo de escapar, pero no quiero dejar de intentarlo. Avanzo deprisa hacia el aparcamiento. Vuelvo a cruzarme con hombres charlatanes y mujeres de faldas floridas. Siento una punzada de terror. ¿Cómo va a ser? ¿Una luz blanca que elevará la temperatura del aire millones de grados y nos convertirá en cenizas de inmediato? ¿O será lo suficientemente lento para sentir el calor abrasador comiéndome la piel, los músculos, los huesos...? Subo a mi coche, echo un último vistazo hacia la casa entre los árboles, a las mujeres, a los niños... arranco y acelero alejándome de allí.
Ya en la carretera siento que me sudan las manos. Da igual lo que me aleje. En el cielo que azulea y atardece veré, de un momento a otro, un resplandor cegador, la señal de que todos allí estarán ardiendo, calcinados, gritando confusos alaridos, corriendo con las faldas envueltas en llamas, chamuscándose con sus cuentas corrientes y sus proyectos, con su felicidad reducida a un montón de ceniza que el aire perezoso moverá a placer entre los árboles quemados. Pero es lo mejor que podía hacerse. En ese prado calcinado, las cenizas de esos cuerpos serán abono para el porvenir, que reverdecerá de nuevo sobre...
Un momento.
No percibo el destello. Qué raro ¿no? Ya debería haber explotado. Miro el reloj. Sí: ya han pasado... ¡quince minutos! ¿No será que he armado mal el artefacto? Sólo con imaginar a alguno de esos domingueros entrando en esa salita y encontrando mi artefacto nuclear, me pongo enfermo. Repaso mentalmente los detalles del plan, del cilindro... del cilindro... Un momento, un momento. A ver: ponía "THERMONUCLEAR"... ¿O realmente ponía Thermo Nuclear? Es decir: era realmente un artefacto explosivo de naturaleza atómica o era un simple termo de café de marca "Nuclear". ¡Oh, no!...¡Oh no, oh no, oh no! ¡Los chinos de la tienda me la han pegado! ¡Me la han dado con queso! ¡Es un Termo!, ¡Un vulgar "Thermo" marca "Nuclear"! ¡"Un thermo Nuclear"!
Suelto un alarido de rabia, mientras todo mi plan se desmorona.
Reanudo la marcha solitaria por la autopista. No pasa nada: mañana volveré a la tienda de los chinos y pondré especial atención en comprar el cilindro bien comprado: thermonuclear. Todo junto.