El jucio de los 7 de Chicago
Preparados...listos.... ¡nada!
Preparados...listos.... ¡nada!
Sin duda Aaron Sorkin ha entrado en el club de los escogidos de Hollywood y lo ha hecho por méritos propios. Bastan “Algunos hombres buenos” y “The West Wing” para justificar su ascenso al parnaso californiano del séptimo arte.
En esta segunda película como director Sorkin demuestra que -tras casi cuarenta años como guionista brillante en el mundo del cine y la televisión- ha aprendido a dirigir. Y así lo asumen los círculos hollywoodienses, que esta vez incluyen la bendición de Steven Spielberg y -de acuerdo con los títulos de crédito- nada menos que 38 productores. ¡38 personas metiendo dinero en el proyecto! Casi un lobby.
La película -dos horas largas- está bien ejecutada, maneja habilmente los ritmos, no se hace pesada. Técnicamente cumple. Ya hemos dicho que Sorkin dirige bien.
Pero lamentablemente, parece que lo que Sorkin va ganando como director lo va perdiendo como guionista (y ahí era donde resultaba realmente único, imbatible).
El problema es que la historia de “los 7 de Chicago” es de una irrelevancia sorprendente. No tiene ningún atractivo humano o histórico (como sí tenían -por poner ejemplos del mismo género- “Vencedores y vencidos”, “Erin Brockovich” o “Evelyn”). Y esa falta de atractivo es un lastre que grava toda la cinta. Cualquier otra historia, adaptación o ficción habría resultado mejor para una película. No hay casi nada interesante, familiar o inspirador en la vida y personas de los protagonistas. De hecho, la película roza lo artificioso en algún punto: no sólo cuando cae en la habitual defensa sorkiniana de las drogas -infierno que él conoce por experiencia propia y que resulta ya tan forzada que roza la vergüenza ajena-: los personajes se exageran y rozan la sátira en un intento de mostrar como sensatas o ejemplares personas o formas de vivir que son -al menos- bastante cuestionables (error siempre grave en una película).
Todos sabemos que entre mediados de los sesenta y de los setenta, miles de hippies fumados y necesitados de higiene iban de aquí para allá perdiendo el tiempo, haciéndolo perder y reivindicando paridas propias de su perenne pollez ideológica. La película trata sobre uno de esos grupos, que confluye en Chicago con otros menos informales con los que comparte su oposición a la guerra de Vietnam. El tema es en verdad aburrido y Sorkin no consigue hacerlo interesante: los modelos humanos fallan y se alejan del espectador, incluso como antihéroes. Los personajes malvados resultan caricaturas y el final de la película (con la musiquita sensiblona de fondo) es un monumento a los peores tópicos de Hollywood. Las letras del epílogo se limitan a confirmar el fatal desenlace que todos intuimos para la vida de cualquier hippie (suicidios, atropellos, etc.) y mueve a confusión sobre el tono último de la película (¿épica o sátira? ¿drama o comedia?).
Lo mejor de la película -sin que sean para tirar cohetes- son las interpretaciones de Sacha Baron Cohen (coincide además que la escena de su declaración en el juicio es la única que nos trae reminiscencias -apenas un destello- de lo que solía ser Sorkin al guion) y la de Mark Rylance. Todo lo demás -música, realización, vestuario, fotografía y el resto del elenco- es tan técnicamente correcto como inane: ver “El juicio de los 7 de Chicago” es una experiencia similar a leer una caja de cereales desayunando. La caja de cereales está bien hecha: el cartón, los colores, el ensamblaje, la bolsa dentro, los propios cereales…
Pero ya hemos dicho mil veces que una película debe ser mucho más que eso.
Un cinco raspadiiiiito, raspadiiiiito, raspadiiiiito...
S.A. del V.