Al mediodía, en mi terraza, encontré dos polluelos de estornino que habían saltado del nido. Uno se protegía del sol abrasador detrás del condensador de aire acondicionado (el condensador de fluzo). El otro estaba muerto, al sol. Cogí al superviviente y tras jugar un poco con él en mis manos, lo subí al tejado, donde lo vi botar corriendo hacia el nido.
Sin duda los dos hermanos polluelos se habían precipitado al decidir saltar y abandonar el hogar. Uno tuvo suerte y con sus pequeñas alas pudo salvarse de un impacto letal contra el suelo. El otro, quizá más joven, no tuvo tanta suerte y al caer debió romperse algo por dentro, muriendo en pocos instantes (a juzgar por el sitio en el que estaba el cadáver).
El superviviente estaba con todas sus plumas recién estrenadas perfectamente alineadas: limpio, esbelto, con los ojos brillantes y abiertos: una maravilla aerodinámica en miniatura, todo un éxito recién salido del hangar (aun te faltaban un par de días, un par de milímetros más en las alas ¡oh pequeño prodigio volatinero!).
El otro, el muerto, estaba desaliñado, tirado, tronchado y sucio, con las plumas desordenadas y los ojos entrecerrados y secos, abrasándose al sol. Todo el esfuerzo de la naturaleza, todo ese diseño aerodinámico de Dios, arruinado y pudriéndose. Ese cuerpecillo diminuto que prometía surcar los cielos y transmitir a otros esa vida, había descendido al Hades y sólo sería útil a los diminutos gusanillos que pulularían por su cadáver en pocas horas.
Uno fue tomado, el otro dejado.
Por un lado pensé en la audacia de esos dos jóvenes insensatos que, hartos de ver el inmenso cielo azul desde el nido, el mundo estallando en primavera ante sus picos, decidieron arriesgarse y saltar del nido. Algo necesario, sí, pero no por ello menos digno de admiración.
Pero también pensé en lo que le esperaba al superviviente en el mismo nido del que había saltado con su gemelo muerto; toda esa experiencia en sus aladas espaldas: su primer salto, el descubrimiento de que aún es demasiado joven, la pérdida de su hermano, la captura por los gigantes humanos, el estar sujeto a sus voluntades caprichosas,...y finalmente la vuelta solitaria al nido.
Y ahí está ahora, comprendiendo que eso que está sintiendo por primera vez... es miedo. Miedo al momento en que tenga que volver a intentarlo. Cuando se asoma ve, abajo, la baldosa sobre la que murió su hermano.
Era una experiencia necesaria, amigo.
Bienvenido a la vida, pequeño pájaro.