Ayer por la tarde estaba detenido en un atasco, en una calle de Madrid especialmente gris y estrecha. Me consumía la abulia mientras miraba a través de los cristales empapados por la lluvia la fila interminable e inmóvil de luces rojas de freno, el humo de los tubos de escape, los charcos sucios en las aceras: todo borroso, desdibujado, en proceso de disolución, o mejor: de descomposición. Todo se estaba deshaciendo bajo el agua que había estado cayendo todo el día. Insoportable. Al borde de la histeria, encendí la radio, metí el primer disco que alcancé con la mano, sin mirar y... ocurrió el milagro. En esa emisora en ese instante comenzaba sonar la 7ª Sinfonía de Beethoven.
Para entender que quiero decir aquí con "milagro" es necesario que el que lea esto consiga un disco con los cuatro movimientos de esa Sinfonía y se ponga a escucharla, empezando por el principio y acabando por el final. Desde la pleamar del primer movimiento; la magia del segundo, magia de verdad, inexplicable; el tercero apoteósico, brillante y genial...el cuarto aterrador, pura furia, energía, fuego, pura locura. Pero para eso hace falta Claudio Abaddo a la batuta en roma al frente de la Filarmónica de Berlín
El éxito está garantizado. La belleza tiene efectos curativos.
Está ahí, al alcance de todos. Pero ya sé yo lo que va a pasar. ¡Oh raza incomprensible e injustificable! Muy pocos escogidos serán audaces y se pondrán a escuchar esa maravilla ("escuchar" no es "oír"). Los demás vivirán 30, 50, 70 años en este planeta y un día se morirán sin haber querido tener el privilegio, la bendición, el éxtasis que nos regala Beethoven.
Y será como haber nacido , vivido y morido* con una venda en los ojos, con unos tapones en los oídos y una boina voluntaria y opaca en la mente.
Luego que no lloren cuando oigan hablar de las montañas, de la fusión nuclear o de Beethoven.
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(*) Es "morido" y no "muerto" por una pequeña concesión lingüística que me permito.