“…a thoroughly incompetent pig with dangerous ideas, a serious psychiatric disorder, no knowledge of the world and no curiosity to learn has.”
La vida trae la certeza de que todos los ídolos y héroes de carne y hueso por los que uno siente admiración, antes o después acaban derrumbándose. El último que me ha estallado en la cara –cuando le miraba con toda mi ternura– ha sido el guionista estadounidense Aaron Sorkin, que ya forma parte de mi vasta galería de falsos genios, donde compartirá vitrina con fiascos ilustrísimos como Arturo Pérez Reverte, James Joyce, Jean–Paul Sartre, Steven Spielberg, Pedro J. Ramírez, Christina Ricci y muchos otros….
Debería empezar describiendo cómo disfruté en mi adolescencia –y sigo disfrutando ahora– con “Algunos hombres buenos”: la genialidad de cada frase, la capacidad de cincelar los personajes a través de sus diálogos, la facilidad para trazar en dos líneas pensamientos e ideas profundas y complejas que uno luego se queda meditando largo rato (“en rincones de tu interior de los que no hablas con tus amigos, me quieres en ese muro...me necesitas en ese muro”), el respeto que subyace e impone por el humanismo noble y genuino, que obliga a conocer y admirar esa creación compleja y colosal de los Hombres en su búsqueda de la felicidad: las Leyes y el Estado.
Pocos después Sorkin creó la que muchos consideran su obra maestra:“El Ala Oeste de la Casa Blanca”, serie de televisión de la que escribió las cuatro primeras temporadas y que narra los vaivenes políticos y personales del presidente estadounidense ficticio Josiah Bartlet y de su equipo de gobierno. Cada uno de los ochenta y ocho episodios que escribió –como sacándolos de lo que parecía una inagotable chistera de genialidad– a lo largo de esas cuatro primeras temporadas, es un homenaje a la inteligencia, al mundo de las ideas y del corazón, al buen gusto. Sorkin nos hace reír y llorar, emociona e inspira sin contemplaciones. Es asombroso. Recuerdo mi angustia al comienzo de la quinta temporada cuando, sin necesidad de mirar los créditos, supe que Sorkin ya no estaba tras las bambalinas: los personajes se volvieron marionetas grotescas y la trama, bodrio insoportable.
Si tuviese que resumir lo que me inspiraban las obras de Sorkin utilizaría el término “simpatía”. En un mundo donde casi todas las series y películas que aparecen cada día son basura genuina y sin sustancia (o con sustancia diseñada para adoctrinar o estabular mentalmente a las masas en la mediocridad acrítica más atroz), daba luz y sosiego experimentar la apertura de la razón y del corazón que imponía Sorkin con sus guiones. Suscitaba un agradecimiento llano y sincero. Y simpatía.
Por eso me sorprendió tanto la carta abierta “online” en Vanity Fair que Sorkin le escribió a sus “chicas Sorkin” (su hija y su madre) –y, de paso, a todo internet– con motivo de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. En esa carta se constata que el don de Sorkin para condensar conceptos y sentimientos complejos en pocas palabras, tiene lo que parece ser un “modo inverso” permitiéndole cometer, en poquísimas líneas, infinidad de errores de todo tipo y magnitud .
La “carta” abre con uno de los insultos más cutres, venales y decepcionantes que he tenido la desgracia de leer: llama a Trump “cerdo”. No hace un de los breves y brillantes razonamientos a los que nos tiene habituados. No. Le llama “cerdo”. Al principio pensé que sería un error raro pero puntual (Sorkin no es perfecto y sus admiradores habitualmente teníamos que perdonarle su costumbre de tomar prestadas frases o diálogos…de otras obras suyas: o su insistente, tediosa, irracional y tramposa defensa subliminal de las drogas –a las que, según parece, ha tenido una severa adicción –). Para rematar tan glorioso comienzo, tras el insulto ad hominem a Trump (que llevaba sólo unas horas en la presidencia y no había tenido tiempo de cometer ni un primer error como presidente) pasa a insultar gravemente a sus votantes, a los que tilda –y cito literalmente– de “nacionalistas blancos”, “sexistas” –machistas–, “racistas” –llegando incluso a sugerir antisemitismo nazi– “bufones” y –agárrense, señorías– “hombres odiosos y estúpidos”. Toma ya. Toma ya. Toma ya. Sesenta y tres millones de personas catalogadas, insultadas y sentenciadas de un plumazo.
Sorkin parecía haber tocado fondo nada más empezar. Sin embargo, si lo hubo tocado, empezó a perforarlo ante mi mirada horrorizada y siguió bajando por las cloacas más sórdidas del mal gusto, lanzando tópicos rancios, frases hechas, silogismos cínicos y hasta contradicciones burdas y vergonzosas. Así, en un gesto ridículo de patriotismo postizo y artificial, se envuelve en la bandera y le habla a su hija (y a todo Internet) de su abuelo, que participó en la Segunda Guerra Mundial, y le recuerda que, con ese idéntico espíritu de bravura y libertad piensan hoy lo mismo otros cien millones de personas (plagiando aquí el discurso sobre la “finest hour” de Churchil y sin mencionar que, en realidad, a la angelical Hillary le votaron más bien la mitad de esa cifra: unos sesenta y cinco millones, casi los mismos que votaron a Trump –pero es que esos no cuentan, claro; esos son “cerdos, bufones, estúpidos, etc.”).
Acto seguido se vuelve como adivino y predice que Trump será enjuiciado por crímenes capitales antes de un año y el advenimiento de una tremenda recesión económica que ya adelantan los economistas y el Dow Jones –que acababa de cerrar cayendo 700 puntos la noche anterior ante la victoria de Trump–. Poco después se vió que, en línea con su juicio sobre el otro bando político, las profecías de Sorkin eran erróneas, irracionales, sesgadas o ridículas –incluyendo los vergonzosos intentos de desacreditar humanamente a Trump, o el récord histórico de los índices y promedios de los índices Dow Jones, que pulverizaron máximos históricos apenas 48 horas después–.
Luego le dice a su hija –y a todo Internet– que hay que pelear contra Trump (parece ser que para ser presidente legítimo, según Sorkin, el sujeto debe cumplir dos condiciones: ganar las elecciones... y ser su candidato). Finalmente –y esto es para flipar si tenemos en cuenta que dos líneas más arriba acaba de denunciar una plaga de machistas y sexistas en el otro bando político– le dice a su hija (aún menor de edad) que cuando ella pueda votar, su primer voto será a favor del candidato demócrata que se postule contra Trump (no vaya a tener algo que decidir la niña por sí sola al respecto, ¿eh Aaron?).
Con la esperanza de que Sorkin no hubiese sido el autor contrasté con varias fuentes, en inglés, en francés, en español, en todos los idiomas. Era auténtica. Me pareció que Sorkin había claudicado ante algo o alguien que antes no le importaba pagando una especie de tributo en forma de insulto personal y grosero, sin razonamientos, el desprecio nazi y vanidoso hacia quien piensa diferente… pero ¿qué había pasado? ¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué?
Y entendí que daba igual; que la pregunta ya era irrelevante.
Tampoco importaba quién o cómo es Trump, o cómo o cuántos han sido sus votantes: desde el instante en que Sorkin se creyó legitimado para insultarles y denigrarles ad hominem sin molestarse en exponer ni un solo argumento (como alguna vez han hecho todos los que han creído, no ya poseedores, sino artífices de la Verdad) debe tildarse cualquier idea de Sorkin como sospechosa, peligrosa o considerarse directamente –como dijo cierto actor–“material caducado”. Porque desde ese momento es alguien convencido de estar legitimado para juzgar a sus semejantes y –como nos explica la apoteósica película “Vencedores y vencidos”– estamos obligados, en nombre de la Libertad y de la Justicia, a retirarle cualquier autoridad moral que hubiera podido alcanzar anteriormente; al menos, hasta que se desdiga o justifique (si es que es posible) las atrocidades que ha estampado en esa “carta” a su hija, a su madre –y a todo Internet–.
Gracias por los servicios prestados Aaron. Cierra al salir, por favor.