He dejado de fumar. Sin libros, sin parches, sin terapias. Simplemente se ha acabado. Estaba disfrutando de un cigarrillo rubio delicioso y al minuto siguiente lo había apagado y ya era un "ex-fumador". Lo había dejado. O mejor: me había dejado.
El tabaco me ha dejado.
Y lo cierto es que ando destrozado. Todos los buenos recuerdos están ahí con un pitillo en la mano o en los labios. Como diría Dani McCormick: "Nada fue verdad hasta que el tabaco llegó". Ahora el tabaco me ha dejado y todo es en blanco y negro. Se acabó. Se fue con otro. Después de varios años de romance, de felicidad, de cumplimiento matemático de nuestra obligación (el tabaco exigía mi salud y mi dinero y a cambio me proporcionaba el más alto de los placeres), tras miles de horas de días juntos, se ha ido. Y ya no hay buenos momentos: todo es monótonamente insípido y "sano".
Quiero advertir a todos los fumadores de lo triste que es la vida sin el tabaco. La vida sin el tabaco no vale la pena. Queridos hermanos: sé que os acosan, que os persiguen, que os suben los impuestos, que os miran mal, que os van expulsando de todos los círculos sociales. ¡No desfallezcáis! ¡Porfiad! ¡Luchad por ello! ¡Tenéis derecho a fumar y sentiros amados por el tabaco! Si Dios creó la nicotiana tabacum fue para que sus criaturas la plantáramos, la regáramos, la abonáramos, la secáramos al sol, la enrolláramos en tubos de papel y nos la fumáramos bien fumada.
Así pues; ¡fumad! ¡fumad, queridos míos! No os convirtáis -como yo- en una persona indigna de los cuidados del tabaco. Yo he sido alguien que aparecía en el marco de las puertas envuelto en una nube azulada de poder y misterio. Ahora mastico chicles; riego las plantas y hago jogging... y es triste. No niego que respiro mejor y huelo la comida y la lluvia en primavera, y que duermo con un sueño profundo y sin interrupciones y mi sangre se ha limpiado...pero el tabaco suplía todo eso con creces.